miércoles, 30 de mayo de 2018

El ardor de la sangre


No conozco casa más agradable y acogedora, hogar más íntimo, cálido y alegre que el suyo.

Para mí no hay nada comparable a una noche como ésta: la soledad es absoluta; mi criada, que vive en el pueblo, acaba de encerrar las gallinas y se va. Oigo el ruido de sus zuecos en el camino. Me quedo con mi pipa, mi perro entre los pies, el rumor de los ratones en el granero, el crepitar del fuego, y sin periódicos ni libros: sólo una botella de Juliénas que se calienta despacio junto al morillo.

Tiene lo que yo más apreciaba en las mujeres cuando era joven: fuego.

Cuando eres joven, eres tan impaciente… Cada día que pasa y que has perdido para el amor es una tragedia.

Ahora. ¡Y qué hermosas locuras, las del amor! Además, casi siempre se pagan tan caras que no hay que juzgarlas con mezquindad, ni en uno mismo ni en los demás. Sí, siempre se pagan, y a veces las más pequeñas al precio de las grandes. Da igual que te cuelguen por un borrego que por un cordero, como dice el proverbio. Desde luego, era una locura recibir a un hombre bajo el techo conyugal, pero, por otro lado, ¡qué placer, esa noche, en brazos del amante, mientras el río corre y el miedo a que te sorprendan te acelera el corazón! ¿A quién esperaría?

Nada me satisfacía. Creía estar buscando fortuna; en realidad, me empujaba el ardor de mi joven sangre. Pero, como ahora su fuego se ha extinguido, ya no me entiendo. Pienso que he hecho mucho camino inútil para volver al punto de partida. Lo único de lo que estoy contento es de no haberme casado; pero no debería haber corrido tanto mundo.

Todo lo que contenía ese instante…

Si supiéramos lo que recogeremos por adelantado, ¿quién sembraría su campo?

La vida, que parece encogerse para ofrecer al exterior la menor superficie posible, y las largas horas pasadas frente al fuego, sin hacer nada, sin leer, sin beber, sin siquiera

No sé si el ser humano construye su vida, pero lo cierto es que la vida que ha vivido acaba transformándolo; una existencia tranquila y hermosa da a un rostro una especie de suavidad, de dignidad, un tono cálido y suave que es casi una pátina, como la de un retrato. Pero la suavidad y la serenidad de aquellas facciones, se ha borrado de repente, y lo que se ve debajo es un alma triste y angustiada. Pobrecillos… Hay un momento de perfección en que todas las promesas maduran.

El final del verano, pero no tarda en dejar atrás; entonces empiezan las lluvias del otoño. Con las personas ocurre igual.

Sentir las miradas de los demás constituye un sufrimiento moral insoportable.

¿Quién no ha visto su vida extrañamente deformada y torcida por ese fuego en un sentido contrario a su naturaleza profunda?

La muerte ha nivelado las cosas.

La juventud sólo se ve a sí misma. ¿Qué somos para ella? Pálidas sombras.

La forma en que un hombre bebe en compañía no tiene ningún significado; pero cuando lo hace a solas revela, sin que él lo sepa, el fondo mismo de su alma. Hay un modo de hacer girar el vaso entre los dedos, una manera de inclinar la botella y mirar cómo cae el vino, de llevarse el vaso a los labios, de sobresaltarse y dejarlo bruscamente en la mesa cuando te llaman, de volver a cogerlo con una tosecilla afectada, de apurarlo cerrando los ojos, como si se bebiera olvido a tragos, que es la de un hombre intranquilo, agobiado por las preocupaciones o por un terrible problema.

En las cosas más insignificantes, podía reconocer una malevolencia asombrosamente activa, siempre alerta, calculada para hacerme la vida imposible y obligarme a marcharme lejos de aquí.

¿En qué hombre lo convertirás si lo educas en el temor? Mi pobre Colette, no podemos vivir en lugar de nuestros hijos, aunque a veces nos gustaría.

Cada cual debe vivir y sufrir por sí mismo.

El mejor favor que les podemos hacer es dejar que ignoren nuestra propia experiencia.

Yo me quedé mirándola mientras se alejaba atravesando el jardín, todavía grácil y hermosa pese a sus cabellos grises. Es asombroso que haya conservado hasta la edad madura ese paso leve y lleno de seguridad.

Sí, lleno de seguridad; el de una mujer que nunca se ha extraviado por el mal camino, que nunca ha corrido jadeante a una cita, que nunca se ha detenido, agobiada bajo el peso de un secreto culpable…

Pero ¿cómo es posible que no lo entienda? Usted, que sabe cómo ha sido su vida, lo maravillosamente que se entienden, la idea tan elevada que tienen del amor conyugal, ¿cómo quiere que yo, su hija, les confiese que engañé a mi marido de un modo innoble, que recibía a otro hombre en mi casa cuando él no estaba y, por si fuera poco, que mi amante lo mató? Para ellos sería un golpe terrible. ¿No tengo ya bastante con una desgracia sobre la conciencia? 

A mi edad, la sangre se ha apagado; lo que se siente es frío.

Cerraré la verja. Echaré el cerrojo a las puertas. Le daré cuerda al reloj. Cogeré las cartas y haré un par de solitarios. Tomaré un vaso de vino. No pensaré en nada. Me acostaré. Dormiré poco. Soñaré despierto. Volveré a ver cosas y gente de otros tiempos. Y tú regresarás a casa, te desesperarás, llorarás, le pedirás perdón a la foto del pobre Jean, lamentarás el pasado, temblarás por el futuro… No sé quién de los dos pasará mejor noche.

Todo mi pasado volvía a la vida. Tenía la sensación de haber dormido veinte años y haber despertado para reanudar la lectura en el punto que la había dejado. Sin darme cuenta, llegué al banco que hay bajo la ventana del despacho, desde donde podía oír todo lo que decían. Durante mucho rato no oí nada. Luego, él la llamó:

¡Miente! A la verdadera mujer encerrada en ella, la mujer ardiente, alegre, atrevida, ávida de placer, fui yo quien la conoció, ¡yo, sólo yo!

Las personas mienten, pero las flores, los libros, los retratos, las lámparas, la suave pátina que el uso deposita en todos los objetos, son más sinceros que los rostros.

François dejó que me fuera sin responder a mi adiós. No se había movido; de pronto parecía muy viejo, y esa especie de fragilidad que tienen sus facciones se había hecho aún más acusada; parecía un hombre herido de muerte.

Acto seguido me reí de mi propia emoción. En definitiva, ¿cuál es la cuestión? ¿Quién conoce a la verdadera mujer? ¿El amante o el marido? ¿Son realmente tan distintas la una de la otra? ¿O están tan sutilmente mezcladas que resultan inseparables? ¿Están hechas de dos sustancias que una vez combinadas forman una tercera que ya no se parece a las otras dos? Lo que sería tanto como decir que a la verdadera mujer no la conocen ni el marido ni el amante. Sin embargo, se trata de la mujer más sencilla del mundo. Pero he vivido lo bastante para saber que no hay corazón sencillo.

El recuerdo de los años pasados nos visitaría más a menudo si nos volviéramos hacia él, hacia su suprema dulzura. Pero dejamos que duerma en nosotros y, aún peor, que muera, que se corrompa; de tal modo que a los generosos impulsos del alma que nos elevan a los veinte años, más tarde los llamamos ingenuidad, estupidez… Nuestros puros y apasionados amores adquieren la degradante apariencia de los placeres más viles. Lo que esa noche se reencontraba con el pasado no era sólo mi memoria, sino también mi corazón. Reconocía esa rabia, esa impaciencia, ese desesperado apetito de felicidad. Sin embargo, quien me esperaba no era una mujer viva, sino una sombra, hecha de la misma materia que mis sueños. Un recuerdo. No algo palpable, caliente.

¡Vuelve, juventud mía, vuelve! Habla por mi boca. Dile a esa Hélène tan sensata, tan virtuosa, que miente. Dile que su amante no está muerto, que se ha dado demasiada prisa en enterrarme, que estoy bien vivo, que me acuerdo de todo.

Lo mismo ocurre con el amor. Le haces un gesto, le trazas un camino. Llega la ola, tan distinta de lo que imaginabas, tan salada y tan fría, y estalla contra tu corazón.

La carne se conforma con poco. Pero el corazón es insaciable; el corazón necesita amar, desesperarse, arder en cualquier fuego… Eso era lo que queríamos. Arder, consumirnos, devorar nuestros días como el fuego devora los bosques.


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