domingo, 10 de junio de 2018

La fórmula preferida del profesor


Vaya, vaya. Parece que aquí debajo hay un corazón bastante inteligente —había dicho el profesor mientras le acariciaba la cabeza sin preocuparse de que se le despeinara.

Sin embargo, por mucho que enumere estas cosas y otras más, no guardan proporción alguna con la intensidad de las horas que pasamos con él.

Tenía una concepción original sobre el «error correcto», de manera que era capaz de darnos de nuevo confianza precisamente cuando más apurados nos veíamos, sin poder encontrar la solución correcta.

Los números eran la mano derecha que tendía para estrechar la del prójimo y, al mismo tiempo, un abrigo para resguardarse de sí mismo. Un abrigo tan pesado que nadie conseguía que se lo quitara, tan recio que no permitía distinguir el contorno de su cuerpo, aunque se deslizara una mano por encima. Pero por el mero hecho de llevarlo puesto lograba proteger su propio espacio.

Aquella hojita era el comprobante de que había interrumpido su tiempo más preciado para pensar en mí.
Es igual de difícil expresar la belleza de las matemáticas que explicar por qué las estrellas son hermosas.

La suma de los divisores del 220 es igual a 284. Y la de los divisores de 284, igual a 220. Son números amigos. Son una combinación muy infrecuente, sabes. Fermat o Descartes sólo lograron descubrir un par, cada uno de ellos. Estos dos números están unidos por la gracia de un vínculo divino. ¿No te parece hermoso? ¡Que la fecha de tu cumpleaños y el número grabado en mi reloj de pulsera estén unidos por un lazo tan maravilloso!

Mi madre murió de una hemorragia cerebral, justo cuando la incomprensión mutua se estaba desvaneciendo y yo empezaba a sentirme respaldada con esa abuela cercana. Por ello me sentí tan feliz, más que el propio Root, cuando lo vi abrazado por el profesor.

Mi cumpleaños y el reloj del profesor se habían encontrado tras un gran esfuerzo en la inmensidad del mundo de los números; ambos cuidaban de su relación amistosa, apoyándose por completo el uno en el otro.

El único tema del que podíamos hablar sin ningún problema era las matemáticas.

El sabía enseñar. Sus suspiros de admiración ante una fórmula, sus palabras alabando su belleza, el brillo de sus pupilas, eran muy significativos.

Dado que él olvidaba cuanto me había dicho, yo tenía la gran ventaja de poder hacerle la misma pregunta cuantas veces quisiera, sin reserva alguna. Mientras a un alumno normal le basta con una sola vez, yo, para comprender perfectamente algo, necesitaba cinco o diez explicaciones.

Aquellos brazos tenían toda la ternura necesaria para proteger al ser débil que estaba ante él. Me sentí feliz de ver a mi hijo abrazado por alguien de aquella manera.

Un niño debe estar ya en la cama a las ocho. Los adultos no tenemos ningún derecho a quitarle horas de sueño. Desde la aparición del ser humano, las criaturas siempre han crecido mientras dormían.

Así fue cómo un antiguo matemático, en los umbrales de la vejez, una asistenta y madre soltera que no llegaba todavía a los treinta y un muchachito de escuela primaria pudimos disfrutar de la cena sin sentirnos incómodos por el silencio. Y todo gracias al profesor.

Aunque a ambas nos unía el hecho de ser madres solteras, o precisamente por eso, no hubo modo de apaciguar el enfado de mi madre. Era una indignación transida por gritos de dolor y de pena. Su emoción era tan violenta que yo era prácticamente incapaz de saber cómo me sentía realmente. Pasada la vigésimo segunda semana de embarazo, me marché de casa. A partir de entonces, perdí todo contacto con ella.

Ahora estás en la época de acumular energía y, cuando explote, crecerás de golpe. Muy pronto podrás escuchar el sonido de los huesos que se estiran.

Mi madre sólo me hablaba de mi padre para decirme que era un hombre apuesto. Nunca me habló mal de él. Por lo visto era un hombre de negocios que tenía un restaurante, pero ella me escamoteaba la información concreta, y se limitaba a repetirme cosas agradables sobre su persona: que era alto y guapo, hablaba muy bien inglés, conocía a fondo la ópera, era un hombre orgulloso pero a la vez modesto, y su sonrisa cautivaba a cualquiera que se encontrara con él…
Los que inventan el problema conocen la solución. Resolver un problema del que tenemos garantía de que existe solución, es como ir de excursión por el monte, con un guía, hacia una cumbre que ya avistamos. La verdad última de las matemáticas está escondida al final del camino, entre los arbustos, sin que nadie sepa dónde. Además, ese lugar no tiene por qué ser la cima. Puede estar entre las rocas de un despeñadero o en el fondo de un valle.

Todos los problemas tienen un ritmo, ves. Es igual que la música. Si consigues encontrar el ritmo al enunciarlo, leyendo en voz alta, descubres la totalidad del problema e incluso puedes adivinar las partes sospechosas en las que puede haber una trampa escondida.

Sobre todo, tenía ganas de estar al lado de Root cuando alguien era amable con él.

Curioso maestro que se enfada, encima de que tenemos tanto cuidado en no equivocarnos, ¿verdad?

Cuando un niño llega a casa, la madre tiene que estar presente para salir a recibirlo. Venga, démonos prisa. No hay nada más maravilloso que escuchar a un niño decir «¡Ya estoy en casa!».

Los pétalos del cerezo cayeron trazando círculos en el aire, añadiendo nuevos dibujos al secreto del universo.

La tranquilidad que buscaba el profesor existía dentro del corazón, adonde no llega el sonido del mundo exterior.

Lo que más aborrecía el profesor en este mundo era el gentío. Por eso no quería salir de casa. Los lugares donde se aglomera la gente, estaciones de trenes, grandes almacenes, cines, centros comerciales, le resultaban difíciles de soportar. el hecho de que diversos tipos de personas se unan por pura casualidad y se arremolinen rebullendo sin ningún orden, y, por otro lado, la belleza que requiere el sentido matemático, eran dos universos totalmente opuestos.

No era alegría ni libertad, sino calma lo que sentía al conseguir la solución correcta. Era la calma propia del que tiene la certeza que cada cosa está en su lugar, sin tener que añadir ni quitar una sola coma, y que las cosas van a quedarse así eternamente, como siempre había sido. Al profesor le encantaba aquello.

Esta vez, sin embargo, las lágrimas eran diferentes a las que yo conocía. Por mucho que le tendiera la mano, esta vez se derramaban en un sitio en donde yo no podía secarlas.

El dinero podía recuperarse después, y en cambio probablemente no habría muchas oportunidades para que un anciano y un niño disfrutaran juntos de un partido de béisbol.

Algunas de aquellas sencillas escenas que compartimos los tres no sólo no se han decolorado con el tiempo, sino que han ido emergiendo con más viveza y han reconfortado nuestros sentimientos.

Dios existe. Porque la matemática no tiene contradicción. Y el diablo también existe. Porque no es posible demostrarlo».
Necesitaba sentir que, en verdad, había un mundo invisible que sostenía al mundo visible. Una línea recta que se abriera paso con solemnidad entre las tinieblas, exenta de anchura y superficie, que se extendiera sin límite hasta el infinito. Esa línea recta me sumía en un sentimiento casi imperceptible de paz.

Eran platos poco originales pero apetitosos. Eran platos que podían aportar su dosis de felicidad al final de una jornada

El cumpleaños nos visita a todos una vez al año.

No había ningún contacto físico en ninguna parte, y sin embargo, daba la sensación de que entre ellos existía algún afecto.

El hecho de poder sentir el aliento de los otros muy cerca, y presenciar el proceso de ir acabando poco a poco las modestas tareas, nos aportó una alegría inesperada.

La conducta del profesor me hizo pensar nuevamente lo importante que había sido el día que nació Root.

Stefan Zweig; Carta a una desconocida


Desde que sentí esa tierna y suave mirada, quedé a tu merced.

Creí que esa ternura sólo era para mí, para mí sola.

No hay nada más terrible que estar sola cuando estás rodeada de gente.

Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia, todas me las había representado

No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido. ¿Cómo te puedo describir, querido, la decepción

La expectativa era paralizante.

Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino ajeno.

Pero tu bondad es peculiar, está abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande, infinitamente grande, pero es —discúlpame— indolente.

Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas que son como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirles cualquier favor.

Nunca he conocido a ningún hombre que se entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca su profunda intimidad con tanto altruismo y que después lo diluya todo en un olvido infinito, casi inhumano.

Entonces su mirada se posó en el jarrón azul que tenía ante él, encima del escritorio. Estaba vacío, por primera vez desde hacía años estaba vacío en el día de su cumpleaños, y se asustó: fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía.

Mercedes Salisachs; El secreto de las flores

1 Y lo que es peor, el desmoronamiento se produjo de repente, sin que hubiera intervenido antes un signo de alerta, ni los ecos de aquella n...