domingo, 10 de junio de 2018

Stefan Zweig; Carta a una desconocida


Desde que sentí esa tierna y suave mirada, quedé a tu merced.

Creí que esa ternura sólo era para mí, para mí sola.

No hay nada más terrible que estar sola cuando estás rodeada de gente.

Todas las vías de desprecio, de frialdad, de indiferencia, todas me las había representado

No me reconociste, ni entonces ni en ningún otro momento, nunca me has reconocido. ¿Cómo te puedo describir, querido, la decepción

La expectativa era paralizante.

Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un destino ajeno.

Pero tu bondad es peculiar, está abierta a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande, infinitamente grande, pero es —discúlpame— indolente.

Ayudas cuando te llaman, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas que son como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirles cualquier favor.

Nunca he conocido a ningún hombre que se entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca su profunda intimidad con tanto altruismo y que después lo diluya todo en un olvido infinito, casi inhumano.

Entonces su mirada se posó en el jarrón azul que tenía ante él, encima del escritorio. Estaba vacío, por primera vez desde hacía años estaba vacío en el día de su cumpleaños, y se asustó: fue como si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía.

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