sábado, 30 de junio de 2018

El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde


Siempre tengo miedo de preguntar; me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más extraño me parece algo, menos pregunto.

Habría aclarado o quizás disuelto el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca.

Una maldad suavizada por la hipocresía.

Ese maldito vínculo, nacido del mal, no podía llevar más que a otro mal.

¡Ah, no hay peor enemigo del sueño que la mala conciencia!

Mi vida ha sido sacudida desde las raíces.

Respecto a las obscenidades morales que ese hombre me reveló, no sabría recordarlas sin horrorizarme de nuevo.

Aunque ya no fuera joven, yo no había aún perdido mi aversión por una vida de estudio y de trabajo. A veces tenía ganas de divertirme. Pero, como mis diversiones eran, digamos así, poco honorables.

Así fue como empecé muy pronto a esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado en una vida de profundo doble.

He nacido en 18…, heredero de una gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer, pero que yo encontraba difícil de conciliar con mi prepotente deseo de ir siempre con la cabeza bien alta, exhibiendo en público un aspecto de particular seriedad.

Más que defectos graves, fueron por lo tanto mis aspiraciones excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a separar en mí, más radicalmente que en otros, esas dos zonas del bien y del mal que dividen y componen la doble naturaleza del hombre.

Mi caso me ha llevado a reflexionar durante mucho tiempo y a fondo sobre esta dura ley de la vida, que está en el origen de la religión y también, sin duda, entre las mayores fuentes de infelicidad.

Por doble que fuera, no he sido nunca lo que se dice un hipócrita. Los dos lados de mi carácter estaban igualmente afirmados: cuando me abandonaba sin freno a mis placeres vergonzosos, era exactamente el mismo que cuando, a la luz del día, trabajaba por el progreso de la ciencia y el bien del prójimo.

El lado malo de mi naturaleza, al que había transferido el poder de plasmarme, era menos robusto y desarrollado que mi lado bueno, que poco antes había destronado. Mi vida, después de todo, se había desarrollado en nueve de sus diez partes bajo la influencia del segundo, y el primero había tenido raras ocasiones para ejercitarse y madurar. Así explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba escrito con letras muy claras en la cara del otro.

El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo que debo creer aún) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y corrupción. Sin embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí natural y humano. A mis ojos, incluso, esa encarnación de mi espíritu pareció más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que hasta ese día había llamado mío.

He observado que cuando asumía el aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto, sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal.

Volviendo de prisa al laboratorio, preparé y bebí de nuevo la poción; de nuevo pasé por la agonía de la metamorfosis; y volviendo en mí me encontré con la cara, la estatura, la personalidad de Henry Jekyll.

Esa noche había llegado a una encrucijada fatal. Si me hubiera acercado a mi descubrimiento con un espíritu más noble, si hubiera arriesgado el experimento bajo el dominio de aspiraciones generosas o pías, todo habría ido de forma muy distinta. De esas agonías de muerte y resurrección habría podido renacer ángel, en lugar de demonio. La droga por sí misma no obraba en un sentido más que en otro, no era por sí ni divina ni diabólica; abrió las puertas que encarcelaban mis inclinaciones, y de allí, como los prisioneros de Filipos, salió corriendo quien quiso. Mis buenas inclinaciones entonces estaban adormecidas; pero las malas vigilaban, instigadas por la ambición, y se desencadenaron: la cosa proyectada fue Hyde. Así, de las dos personas en las que me dividí, una fue totalmente mala, mientras la otra se quedó en el antiguo Henry Jekyll, esa incongruente mezcla que no había conseguido reformar. El cambio, por tanto, fue completamente hacia peor.

La incongruencia de esa vida me pesaba cada día más. Principalmente por esto me tentaron mis nuevos poderes, y de esta manera quedé esclavo. Sólo tenía que beber la poción, abandonar el cuerpo del conocido profesor y vestirme, como con un nuevo traje, con el de Edward Hyde.

Pero también en el impenetrable traje de Hyde estaba perfectamente al seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba que, por la puerta de atrás, me escurriese en el laboratorio y engullese la poción (siempre preparada para esta eventualidad), porque Edward Hyde, hiciera lo que hiciera, desaparecía como desaparece de un espejo la marca del aliento; y porque en su lugar, inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo de la vela, había uno que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll.

Los placeres que me apresuré a encontrar bajo mi disfraz eran, como he dicho, poco decorosos (no creo que deba definirlos con mayor dureza); pero en las manos de Edward Hyde empezaron pronto a inclinarse hacia lo monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones, consideraba con consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de familiar mío, que había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era un ser intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo, de cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con avidez bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de un hombre de piedra.

Henry Jekyll a veces se quedaba congelado con las acciones de Edward Hyde, pero la situación estaba tan fuera de toda norma, de toda ley ordinaria que debilitaba insidiosamente su conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de todo, era culpable. Y Jekyll, cuando volvía en sí, no era peor que antes: se encontraba con todas sus buenas cualidades inalteradas; incluso procuraba, si era posible, remediar el mal causado por Hyde. Y así su conciencia podía dormir.

Me había dormido Jekyll y me había despertado Hyde.

Esa otra parte de mí, que tenía el poder de proyectar, había tenido tiempo de ejercitarse y afirmarse cada vez más; me había parecido, últimamente, que Hyde hubiera crecido, y en mis mismas venas (cuando tenía esa forma) había sentido que fluía la sangre más abundantemente. Percibí el peligro que me amenazaba. Si seguían así las cosas, el equilibrio de mi naturaleza habría terminado por trastocarse: no habría tenido ya el poder de cambiar y me habría quedado prisionero para siempre en la piel de Hyde.

Otras veces había sido obligado a doblar la dosis, y hasta en un caso a triplicarla, con un riesgo muy grave de la vida.

Si al principio la dificultad consistía en desembarazarme del cuerpo de Jekyll desde hace algún tiempo gradual pero decididamente el problema era al revés. O sea, todo indicaba que yo iba perdiendo poco a poco el control de la parte originaria y mejor de mí mismo, y poco a poco identificándome con la secundaria y peor.

Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas. Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más indiferente que un hijo.

Todo pecador tembloroso, en la hora de la tentación, se encuentra frente a las mismas adulaciones y a los mismos miedos, y luego éstos tiran los dados por él. Por otra parte, lo que me sucedió, como casi siempre sucede, fue que escogí el mejor camino, pero sin tener luego la fuerza de quedarme en él.

Sí, preferí al maduro médico insatisfecho e inquieto, pero rodeado de amigos y animado por honestas esperanzas; y di un decidido adiós a la libertad, a la relativa juventud, al paso ligero, a los fuertes impulsos y secretos placeres de los que gocé en la persona de Hyde.

Ser tentado, para mí, significaba caer

Mi demonio había estado encerrado mucho tiempo en la jaula y escapó rugiendo.

jueves, 28 de junio de 2018

Olor a Rosas Invisibles


Había despertado en él un hormigueo de tiempos idos que aplazaba la urgencia de los negocios del día, invitándolo a interrumpir esa implacable rutina de lugares comunes y gestos calculados que garantiza el diario bienestar de la gente como él.

Tuvo que hacer acopio de todo su poder de concentración para arrinconar al ratón hambriento que desde hacía un tiempo roía el queso blando de su memoria. Quería recomponer el escenario para ubicar esa voz de mujer: recuperar cada instante, cada olor, cada tonalidad del cielo…

Si pudiera rescatar al menos algún olor, un color siquiera.

No pudo acordarse de nada en concreto, pero sí, dichosamente, de todo en abstracto-

Les pidió disculpas por el momentáneo aplazamiento: en ese instante de inspiración no podía atenderlos; le resultaba indispensable borrar toda interferencia.

Muchas veces me he preguntado por qué la llamaría justamente ese día, si hasta el anterior ni se le había pasado por la cabeza. Hacerlo. ¿Por qué de repente volvía a sentirla indispensable y cercana, si cuatro decenios de buen matrimonio con otra mujer admirable habían hecho que, hasta ahora, sólo en las veladas del Automático la recordara?

Juego agridulce de rememorar viejos amoríos

Importantes momentos vividos

Es entonces cuando interviene el destino para alterar el cuadro

La sonata Claro de Luna, el canon de Pachelbel y el Adagio de Albinoni hacían parte de su noción domesticada de felicidad.

Una suerte de pequeño ritual íntimo

Estuvo inquieto y ausente a lo largo de la semana, como si no se encontrara a gusto dentro de su propio pellejo, y ya empezaba a preocuparse por esa absurda e insistente comezón mental que le estorbaba en sus relaciones familiares y laborales, cuando cayó en cuenta de que sólo le pondría alivio si la llamaba de nuevo.

Es obvio que durante todos estos meses Escuchar a Eloísa se le había convertido a Luicé en un bálsamo contra los peculiares atropellos que a un hombre de su condición le impone el ingreso a la vejez

Pero de ahí a arriesgar lo que había construido durante toda una vida por irse a recorrer el Nilo con una antigua novia, había un abismo que ni remotamente estaba dispuesto a franquear.

Fronteriza edad

Darse el gusto de ser irresponsable.

Debió pasar horas devanándose los sesos en busca de la manera más amable de negársele a Eloísa, sin ofenderla ni parecer patán, y en cambio tardó sólo dos minutos improvisando ante su esposa la primera gran mentira
de su vida conyugal.

Ciertamente Solita, Florence Nightingale de todos sus achaques, no era personaje que él pudiera deslumbrar con renovados trucos de seducción y magia. Para eso eran indispensables un escenario de estreno, una función de gala y una mujer bella y extraña que alumbrara el instante y que desapareciera sin dejar rastro antes de que se rompiera el hechizo, al sonar las doce campanadas.

La ineludible cadena de consecuencias que se desprenden de un acto equivocado; había cometido un error al tomar ese avión, o quizá meses antes, al llamar a Eloísa por primera vez, y era demasiado viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.

El pequeño Triángulo de las Bermudas que se había formado en ese brutal cruce de pasado y presente devoraba todas las identidades: la señora del pelo rojo no era Eloísa, como tampoco era él este señor que caminaba entre sus propios zapatos, ni era suya esta voz que le devolvía un eco ajeno, ni las palabras que le salían directamente de la lengua, sin pasar antes por su inteligencia.

Eloísa —esta Eloísa apócrifa de ahora— lo abrumaba con explicaciones no pedidas sin intuir siquiera hasta qué punto era irracional y oscuro, e independiente de ella, el verdadero motivo por el cual él había venido: buscar una prórroga para el plazo de sus días. No creo que ni él mismo lo supiera a ciencia cierta, pero era por eso que estaba aquí, por recuperar juventud, por ganar tiempo, y ella le estaba fallando aparatosamente. Eloísa, sagrada e inmutable depositaria de un pasado idílico, se le presentaba en cambio, como por obra de un maleficio, convertida en fiel espejo del paso de los años.

Dos personas que sólo tenían en común el recuerdo de un recuerdo.

Yo, que siempre encontré más real el olor a rosas invisibles que las rosas mismas; yo, que no supe matar de amor a ninguna panadera, ni hacer gritar de placer a las putas de Magangué: yo sí hubiera adivinado en la Eloísa joven A la mujer espléndida que con los años sería, y hubiera amado en la Eloísa vieja a la joven que fue.

Eloísa la chilena, quien durante una semana logró escabullirse de las tripas golosas de ese pasado que con sus ácidos gástricos nos va digiriendo y convirtiendo en sobras. Eloísa, preferida mía, que supo colarse en la contundencia del hoy, tanto más vital y real que Luicé o que yo, encarnada en todo el esplendor y el desatino de su pelo pintado de rojo y su vestido de seda lila.

Pero intuyo que logró salirse con la suya, al redondear según su soberana voluntad de mujer resuelta un viejo capítulo que había quedado en punta por imposición familiar. Esta segunda vez, el desenlace no fue forzado ni teatral como entonces; se desgajó por su propio peso y cayó amortizado por un cierto aplomo de viejos actores que saben que los papeles principales ya no les corresponden. Lo que Eloísa y Luicé no podían prometerse el uno al otro lo tramaron en el penúltimo atardecer de neón de la Florida, medio en sueños medio en juegos, para sus hijos Alejandra y Juan Emilio, de quienes conversaron obsesivamente, ingeniando situaciones hipotéticas para presentarlos, trucos para deshacerse de Nikos, pretextos para que Juan Emilio viajara a Suiza; fantasiosas estratagemas, en fin, para cederles esos días futuros de los cuales ellos mismos no podían disponer para sí.

Cerrar una despedida que se sabía para siempre.

Burlándose del gusto de él y desoyendo sus sugerencias, Eloísa escogió, después de probarse más de diez, una costosa y discreta de color blanco perlado con sutiles arabescos en un blanco mate, de corte clásico y manga larga, que hizo envolver en papel fino y colocar entre una caja.

Era demasiado viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.

Es la primera vez en toda tu vida que me traes de un viaje un regalo que me guste, que se adecué a mi edad y que me quede bien al cuerpo. Yo misma no la habría comprado distinta. Si no tuviera una confianza ciega en ti, juraría que esta blusa la escogió otra mujer. Él sonrió entre las cobijas, arropándose en la tibieza de una paz indulgente. Un poco más tarde, antes de caer dormido, mientras acompasaba su corazón a los hondos latidos del Adagio, supo que Albinoni le hacía señas y lo invitaba a cruzar, liviano ya de reticencias y temores, el umbral que conduce a las mansas praderas de la vejez. —El Adagio es tuyo, viejo Albinoni —debió pensar, con clara convicción—. Tuyo y de nadie más.

Mercedes Salisachs; El secreto de las flores

1 Y lo que es peor, el desmoronamiento se produjo de repente, sin que hubiera intervenido antes un signo de alerta, ni los ecos de aquella n...