jueves, 28 de junio de 2018

Olor a Rosas Invisibles


Había despertado en él un hormigueo de tiempos idos que aplazaba la urgencia de los negocios del día, invitándolo a interrumpir esa implacable rutina de lugares comunes y gestos calculados que garantiza el diario bienestar de la gente como él.

Tuvo que hacer acopio de todo su poder de concentración para arrinconar al ratón hambriento que desde hacía un tiempo roía el queso blando de su memoria. Quería recomponer el escenario para ubicar esa voz de mujer: recuperar cada instante, cada olor, cada tonalidad del cielo…

Si pudiera rescatar al menos algún olor, un color siquiera.

No pudo acordarse de nada en concreto, pero sí, dichosamente, de todo en abstracto-

Les pidió disculpas por el momentáneo aplazamiento: en ese instante de inspiración no podía atenderlos; le resultaba indispensable borrar toda interferencia.

Muchas veces me he preguntado por qué la llamaría justamente ese día, si hasta el anterior ni se le había pasado por la cabeza. Hacerlo. ¿Por qué de repente volvía a sentirla indispensable y cercana, si cuatro decenios de buen matrimonio con otra mujer admirable habían hecho que, hasta ahora, sólo en las veladas del Automático la recordara?

Juego agridulce de rememorar viejos amoríos

Importantes momentos vividos

Es entonces cuando interviene el destino para alterar el cuadro

La sonata Claro de Luna, el canon de Pachelbel y el Adagio de Albinoni hacían parte de su noción domesticada de felicidad.

Una suerte de pequeño ritual íntimo

Estuvo inquieto y ausente a lo largo de la semana, como si no se encontrara a gusto dentro de su propio pellejo, y ya empezaba a preocuparse por esa absurda e insistente comezón mental que le estorbaba en sus relaciones familiares y laborales, cuando cayó en cuenta de que sólo le pondría alivio si la llamaba de nuevo.

Es obvio que durante todos estos meses Escuchar a Eloísa se le había convertido a Luicé en un bálsamo contra los peculiares atropellos que a un hombre de su condición le impone el ingreso a la vejez

Pero de ahí a arriesgar lo que había construido durante toda una vida por irse a recorrer el Nilo con una antigua novia, había un abismo que ni remotamente estaba dispuesto a franquear.

Fronteriza edad

Darse el gusto de ser irresponsable.

Debió pasar horas devanándose los sesos en busca de la manera más amable de negársele a Eloísa, sin ofenderla ni parecer patán, y en cambio tardó sólo dos minutos improvisando ante su esposa la primera gran mentira
de su vida conyugal.

Ciertamente Solita, Florence Nightingale de todos sus achaques, no era personaje que él pudiera deslumbrar con renovados trucos de seducción y magia. Para eso eran indispensables un escenario de estreno, una función de gala y una mujer bella y extraña que alumbrara el instante y que desapareciera sin dejar rastro antes de que se rompiera el hechizo, al sonar las doce campanadas.

La ineludible cadena de consecuencias que se desprenden de un acto equivocado; había cometido un error al tomar ese avión, o quizá meses antes, al llamar a Eloísa por primera vez, y era demasiado viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.

El pequeño Triángulo de las Bermudas que se había formado en ese brutal cruce de pasado y presente devoraba todas las identidades: la señora del pelo rojo no era Eloísa, como tampoco era él este señor que caminaba entre sus propios zapatos, ni era suya esta voz que le devolvía un eco ajeno, ni las palabras que le salían directamente de la lengua, sin pasar antes por su inteligencia.

Eloísa —esta Eloísa apócrifa de ahora— lo abrumaba con explicaciones no pedidas sin intuir siquiera hasta qué punto era irracional y oscuro, e independiente de ella, el verdadero motivo por el cual él había venido: buscar una prórroga para el plazo de sus días. No creo que ni él mismo lo supiera a ciencia cierta, pero era por eso que estaba aquí, por recuperar juventud, por ganar tiempo, y ella le estaba fallando aparatosamente. Eloísa, sagrada e inmutable depositaria de un pasado idílico, se le presentaba en cambio, como por obra de un maleficio, convertida en fiel espejo del paso de los años.

Dos personas que sólo tenían en común el recuerdo de un recuerdo.

Yo, que siempre encontré más real el olor a rosas invisibles que las rosas mismas; yo, que no supe matar de amor a ninguna panadera, ni hacer gritar de placer a las putas de Magangué: yo sí hubiera adivinado en la Eloísa joven A la mujer espléndida que con los años sería, y hubiera amado en la Eloísa vieja a la joven que fue.

Eloísa la chilena, quien durante una semana logró escabullirse de las tripas golosas de ese pasado que con sus ácidos gástricos nos va digiriendo y convirtiendo en sobras. Eloísa, preferida mía, que supo colarse en la contundencia del hoy, tanto más vital y real que Luicé o que yo, encarnada en todo el esplendor y el desatino de su pelo pintado de rojo y su vestido de seda lila.

Pero intuyo que logró salirse con la suya, al redondear según su soberana voluntad de mujer resuelta un viejo capítulo que había quedado en punta por imposición familiar. Esta segunda vez, el desenlace no fue forzado ni teatral como entonces; se desgajó por su propio peso y cayó amortizado por un cierto aplomo de viejos actores que saben que los papeles principales ya no les corresponden. Lo que Eloísa y Luicé no podían prometerse el uno al otro lo tramaron en el penúltimo atardecer de neón de la Florida, medio en sueños medio en juegos, para sus hijos Alejandra y Juan Emilio, de quienes conversaron obsesivamente, ingeniando situaciones hipotéticas para presentarlos, trucos para deshacerse de Nikos, pretextos para que Juan Emilio viajara a Suiza; fantasiosas estratagemas, en fin, para cederles esos días futuros de los cuales ellos mismos no podían disponer para sí.

Cerrar una despedida que se sabía para siempre.

Burlándose del gusto de él y desoyendo sus sugerencias, Eloísa escogió, después de probarse más de diez, una costosa y discreta de color blanco perlado con sutiles arabescos en un blanco mate, de corte clásico y manga larga, que hizo envolver en papel fino y colocar entre una caja.

Era demasiado viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.

Es la primera vez en toda tu vida que me traes de un viaje un regalo que me guste, que se adecué a mi edad y que me quede bien al cuerpo. Yo misma no la habría comprado distinta. Si no tuviera una confianza ciega en ti, juraría que esta blusa la escogió otra mujer. Él sonrió entre las cobijas, arropándose en la tibieza de una paz indulgente. Un poco más tarde, antes de caer dormido, mientras acompasaba su corazón a los hondos latidos del Adagio, supo que Albinoni le hacía señas y lo invitaba a cruzar, liviano ya de reticencias y temores, el umbral que conduce a las mansas praderas de la vejez. —El Adagio es tuyo, viejo Albinoni —debió pensar, con clara convicción—. Tuyo y de nadie más.

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