miércoles, 23 de octubre de 2019

Mircea Cărtărescu; El ruletista


La literatura no es el medio adecuado para decir algo real sobre uno mismo.

Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá habría sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un papel, me imagino, esencial

Durante más de diez años, la ruleta fue el pan y el circo de nuestro sereno infierno.

Cuando se trata de sangre, impera el silencio. Todos han callado, tal vez cada uno de los testigos haya dejado a su muerte unos folios tan inútiles como estos, a los que seguirá, con un dedo esquelético, solo la muerte. La muerte individual de cada uno, el gemelo negro que nació junto con él.

La escritura no va habitualmente de la mano de la riqueza ni de la felicidad.

Los ruletistas eran reclutados de entre las hordas de infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de presidiarios recién liberados.

El ruletista tiene cinco posibilidades de entre seis de escapar con vida.

A quién se le iba a pasar por la cabeza convertirse en una especie de campeón mundial de la supervivencia?

Solo había otro concursante: la muerte.

En aquella época publicaba dos o tres libros al año y disfrutaba de ese éxito que suele preceder a un largo silencio primero y al olvido después.

Recuperaba con cada libro lo que había perdido en la ruleta y volvía a hundirme allí, bajo tierra, donde, al parecer, un presentimiento de nuestra carne y de nuestro esqueleto nos atrae mientras estamos vivos.

En otra época, los ruletistas que se salvaban eran abucheados, algunas veces llegaban incluso a ser golpeados por los desesperados accionistas; ahora, en cambio, aplaudían a mi amigo como a una gran estrella de cine y rodeaban con veneración su cuerpo inconsciente.

Pronto anunció una ruleta con cuatro cartuchos clavados en los alvéolos del tambor y, más adelante, con cinco. ¡Un solo orificio vacío, una única posibilidad, entre seis, de sobrevivir! El juego ya no era un simple juego e incluso el más superficial de los asistentes que ocupaban ahora los sofás de terciopelo podía sentir, no con la cabeza, ni con el corazón, sino en los huesos, en las articulaciones y los nervios, la grandeza teológica que había adquirido la ruleta

Los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo es «leído».

De qué manera? Ahora la respuesta me parece simple; primitiva pero, al mismo tiempo, genialmente simple: el Ruletista apostaba contra sí mismo. Cuando se llevaba la pistola a la sien, él se desdoblaba. Su voluntad se volvía en su contra ylo condenaba a muerte. Estaba firmemente convencido, cada una de las veces, de que iba a morir. De ahí, creo, esa expresión de pánico infinito que afloraba en su rostro. Pero puesto que su mala suerte era absoluta, lo único que podía hacer era fracasar siempre en todos y cada uno de sus intentos de suicidarse. Quizá esta explicación sea una tontería pero, como decía, me resulta imposible considerar otra que se pueda sostener de modo verosímil. Por lo demás, ahora ninguna de ellas tiene ya importancia…

Amélie Nothomb; El crimen del conde Neville



Decididamente, aquella vidente le horrorizaba: interrumpía la aventura de Sérieuse, predecía que él mataría a un invitado en la garden party, volvía a llamar para advertir a Alexandra de que su hija se había fugado. ¿Por qué no se metía en sus asuntos? Nadie le había pedido nada.

«¿Por qué inventar el infierno cuando existe el insomnio?», se preguntaba el conde.

No se cambia leyendo. Hay que vivir.

La exquisita sensación de descanso que fluía por su sangre

Una armonía difícil de atribuir al azar.

Sus palabras tenían la ligereza y la gracia de los poemas en prosa.

Y pensar que estoy a punto de destruir para siempre este mundo perfecto

Edith Wharton; El diagnóstico



Su propia muerte, su final privado y exclusivo.

¡Había creído que la pedía en matrimonio porque las noticias eran buenas!

Ahora comprendía que debía casarse con ella. Sencillamente, era incapaz de vivir solo aquellos últimos meses.

El torrente de sus miedos secretos

Sólo se casaba para situar un centinela entre su persona y la presencia que acechaba en el umbral, guiándose por el mismo instinto ciego que en otros tiempos había llevado a los hombres a ganar el favor de la muerte prodigando el sacrificio de la vida. P

Experimentó el gran éxtasis que aportan la tranquilidad y la gratitud.

Ella había obedecido al pie de la letra, ocupándose de que estuviera siempre cómodo, ahorrándole toda fatiga e inquietud innecesarias, ofreciéndole con sumo cuidado, sobre la alegre superficie de su vigilancia, las flores del viaje despojadas de espinas. Las mismas cualidades que la habían convertido en la amante perfecta —la capacidad de mantenerse en un segundo plano, el don de la oportunidad, el arte de estar presente y hacerse visible sólo cuando él lo requería— hacían de ella (tenía que reconocerlo) la esposa perfecta para un

Él, el Paul Dorrance de mediana edad, buena salud y vigoroso, nunca había tenido la intención de casarse con aquella mujer marchita por la que no sentía nada más que un cariño de amigos desde hacía mucho tiempo. El fantasma de la muerte, asomando entre los cálidos pliegues de su vida oculta y protegida por densos cortinajes, lo había empujado a aquel matrimonio para luego abandonarlo y dejarlo expiando su locura.

La compañera perfecta mientras estuvo solo y enfermo, un estorbo involuntario ahora que había recuperado la vida de la que su instinto la había mantenido apartada durante tanto tiempo

¿Por qué no se había fiado de ese instinto que le advertía de que era la mujer adecuada para un paréntesis sentimental pero no para la continuidad despiadada del matrimonio? Si incluso se veía en su cara. Tenía un bonito perfil, sí, pero al rostro completo le faltaba algo.

Lo cierto es que no se muere sólo una vez

Stefan Zweig ; Miedo


La saciedad puede ser tan estimulante como el hambre, y esa vida regalada, carente de peligros, despertó en ella la sed de aventuras.


Todo lo que antes le parecía superficial, lo veía de repente como algo imprescindible, y le resultaba absurdo, prácticamente un sueño irreal, que una vagabunda a la que no conocía de nada la acechase por la calle y tuviera el poder de hacer saltar por los aires su vida familiar con una sola palabra.

Su miedo se había convertido en un delicado martillo con el que golpeaba cada uno de sus recuerdos, tratando de encontrar una entrada a las cámaras secretas del corazón de su marido.

Soledad suicida impuesta por el temor.

Adormecida por la tibia dicha en la que se había instalado, no había sentido la necesidad de salir de sí misma y aproximarse a ellos. Entre ella y su familia mediaban personas a las que se pagaba para que la dispensasen de cualquier obligación, de cualquier compromiso. Institutrices y sirvientes asumían esas pequeñas tareas en las que ahora —desde que había intentado entrar en la vida de sus hijos— empezaba a descubrir un atractivo del que carecían las ardientes miradas de los hombres o la pasión de un abrazo.

Se había sentido tentada por lo prohibido y había acabado perdiendo todo lo que tenía.

Bienestar con el que su alma se había adormecido.

El miedo es peor que el castigo, porque éste es algo determinado y, por severo que sea, no se puede comparar con el temor que despierta en nosotros lo incierto, una tensión espantosa, que no conoce límite.

Los acusados sufren por la carga que supone tener que fingir, por la amenaza de ser descubiertos, por la necesidad de defender una mentira vulnerable en mil pequeños detalles, que a ellos se les escapan.

En secreto deseaba lo que hasta entonces más había temido: verse descubierta, que cayera sobre ella un rayo liberador y la fulminara.

Cada vez que entregaba dinero compraba una tarde sin preocupaciones, unas horas con los niños, un paseo.

Ernst Hemingway; El viejo y el mar



Todo en él era viejo, salvo sus ojos; y éstos tenían el color mismo del mar y eran alegres e invictos.

La edad es mi despertador —dijo el viejo—. ¿Por qué los viejos se despertarán tan temprano? ¿Será para tener un día más largo?

Se consideraba una virtud no hablar innecesariamente en el mar, y el viejo siempre lo había reconocido así y lo respetaba. Pero ahora expresaba sus pensamientos en voz alta muchas veces, puesto que no había nadie a quien pudiera mortificar.

Nadie debiera estar solo en su vejez —pensó—. Pero es inevitable.

Jamás he cogido un pez tan fuerte, ni que se portara de un modo tan extraño. Puede que sea demasiado prudente para subir a la superficie. Brincando y precipitándose locamente pudiera acabar conmigo. Pero es posible que haya sido enganchado ya muchas veces y que sepa que ésta es la manera de pelear. No puede saber que no hay más que un hombre contra él, ni que este hombre es un anciano.

Joel Dicker; El Tigre


Su codicia había decidido por él.

Yukio Mishima; Muerte en el Estío



A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en movimiento una especie de psicología de grupo que permite la transmisión de los más elementales pensamientos. No es fácil permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al interrumpir el sueño, Tomoko había asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin preocuparse por preguntar nada.

Le parecía que con la luz del día la verdad se mostraría en su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia se volvería real.

Un destello plateado resplandeció cerca de la costa. Los peces saltaban y parecían ebrios de placer. 

Era más capaz de lo que indicaban sus silenciosos modales.

El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la conciencia del hombre es extraño y sutil.

En un sitio desconocido se había producido un accidente en el cual no tenía nada que ver, pero que lo había aislado del mundo exterior.

Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba seguro de que hubiera algo como «un encuentro natural». Ninguna de las emociones que lo embargaban parecía encajar en algo semejante. Quizás lo antinatural era, en efecto, natural.

Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista administrativo. Los trámites los obligaron a desarrollar una frenética actividad. Y hasta podría decirse que Masaru en particular, como cabeza de la familia, no tenía tiempo ni para el dolor.

Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo cuanto debía ser hecho. Tomoko no podía comprender cómo aquella pena inconmensurable y aquella atención por todos los detalles podían coexistir. También le resultaba sorprendente comer tanto sin saborear siquiera los alimentos.

¿Cómo no ven quién ha sido realmente el afectado? Soy una madre que acaba de perder a sus dos hijos.

Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como alguien condenado a la oscuridad, alguien cuyos verdaderos méritos pasan desapercibidos. Le parecía que tan tremendas desgracias deberían traer aparejados especiales privilegios. Su principal insatisfacción era hacia sí misma.

Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con que, en estos casos, se manifiestan las emociones humanas. ¿No era acaso irracional que no hubiera otra cosa que hacer, excepto llorar, frente a la muerte de tres personas como único medio de expresión y como si se tratara de la muerte de un solo ser?

Masaru tendió más y más a retraerse frente al dolor de su mujer. Un hombre tiene que trabajar. Podría distraerse en sus tareas. Mientras tanto, Tomoko acunaba su pena, y Masaru tuvo que enfrentarse con esa monótona tristeza al volver a su casa por las noches. Comenzó entonces a llegar cada vez más tarde.

Se habían condicionado a la muerte y, como en el caso de quienes se acostumbran a la depravación, comenzaron a pensar que la vida no encerraba ya nada que pudiera inspirarles temor.

Había algo grotesco en lo excesivo. Sin embargo , ni una catástrofe ni una guerra lo eran. Una muerte era siempre algo tan grave y solemne como un millón de muertes. El leve exceso era lo diferente.

El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la vida cotidiana trajo aparejado para el matrimonio un nuevo tipo de temor mezclado con vergüenza, como si ambos hubieran cometido un crimen que finalmente iba a ser descubierto.

Había olvidado cuán halagador puede volverse un espejo. No cabía duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por apartarnos de tan agradables consuelos.

Se dijo que aquella insatisfacción que la carcomía debía ser sólo producto de la alegría y el bullicio que no hacían sino subrayar cuán lejos del olvido se encontraba su dolor.

Del impreciso disgusto que le producía el no haber sido tratada como corresponde a una mujer afligida por el luto.

Su búsqueda de esparcimientos se volvió ligeramente demencial. Había algo vengativo en la certeza de que tenía que divertirse.

Su espíritu seguía sumergido en la muerte.

No cabía duda de que la búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más segura de remover el dolor de su corazón.

Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares.

Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta.

Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.

Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.

Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.

Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrima

Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre. El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?

Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público.

«Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»

Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. 


Mercedes Salisachs; El secreto de las flores

1 Y lo que es peor, el desmoronamiento se produjo de repente, sin que hubiera intervenido antes un signo de alerta, ni los ecos de aquella n...