miércoles, 23 de octubre de 2019

Yukio Mishima; Muerte en el Estío



A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en movimiento una especie de psicología de grupo que permite la transmisión de los más elementales pensamientos. No es fácil permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al interrumpir el sueño, Tomoko había asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin preocuparse por preguntar nada.

Le parecía que con la luz del día la verdad se mostraría en su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia se volvería real.

Un destello plateado resplandeció cerca de la costa. Los peces saltaban y parecían ebrios de placer. 

Era más capaz de lo que indicaban sus silenciosos modales.

El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la conciencia del hombre es extraño y sutil.

En un sitio desconocido se había producido un accidente en el cual no tenía nada que ver, pero que lo había aislado del mundo exterior.

Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba seguro de que hubiera algo como «un encuentro natural». Ninguna de las emociones que lo embargaban parecía encajar en algo semejante. Quizás lo antinatural era, en efecto, natural.

Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista administrativo. Los trámites los obligaron a desarrollar una frenética actividad. Y hasta podría decirse que Masaru en particular, como cabeza de la familia, no tenía tiempo ni para el dolor.

Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo cuanto debía ser hecho. Tomoko no podía comprender cómo aquella pena inconmensurable y aquella atención por todos los detalles podían coexistir. También le resultaba sorprendente comer tanto sin saborear siquiera los alimentos.

¿Cómo no ven quién ha sido realmente el afectado? Soy una madre que acaba de perder a sus dos hijos.

Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como alguien condenado a la oscuridad, alguien cuyos verdaderos méritos pasan desapercibidos. Le parecía que tan tremendas desgracias deberían traer aparejados especiales privilegios. Su principal insatisfacción era hacia sí misma.

Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con que, en estos casos, se manifiestan las emociones humanas. ¿No era acaso irracional que no hubiera otra cosa que hacer, excepto llorar, frente a la muerte de tres personas como único medio de expresión y como si se tratara de la muerte de un solo ser?

Masaru tendió más y más a retraerse frente al dolor de su mujer. Un hombre tiene que trabajar. Podría distraerse en sus tareas. Mientras tanto, Tomoko acunaba su pena, y Masaru tuvo que enfrentarse con esa monótona tristeza al volver a su casa por las noches. Comenzó entonces a llegar cada vez más tarde.

Se habían condicionado a la muerte y, como en el caso de quienes se acostumbran a la depravación, comenzaron a pensar que la vida no encerraba ya nada que pudiera inspirarles temor.

Había algo grotesco en lo excesivo. Sin embargo , ni una catástrofe ni una guerra lo eran. Una muerte era siempre algo tan grave y solemne como un millón de muertes. El leve exceso era lo diferente.

El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la vida cotidiana trajo aparejado para el matrimonio un nuevo tipo de temor mezclado con vergüenza, como si ambos hubieran cometido un crimen que finalmente iba a ser descubierto.

Había olvidado cuán halagador puede volverse un espejo. No cabía duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por apartarnos de tan agradables consuelos.

Se dijo que aquella insatisfacción que la carcomía debía ser sólo producto de la alegría y el bullicio que no hacían sino subrayar cuán lejos del olvido se encontraba su dolor.

Del impreciso disgusto que le producía el no haber sido tratada como corresponde a una mujer afligida por el luto.

Su búsqueda de esparcimientos se volvió ligeramente demencial. Había algo vengativo en la certeza de que tenía que divertirse.

Su espíritu seguía sumergido en la muerte.

No cabía duda de que la búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más segura de remover el dolor de su corazón.

Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares.

Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la vida de los Ikuta.

Aun cuando no hubiera alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina capa de hielo sobre un lago. Podría quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.

Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba, la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.

Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.

Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño carecer de lágrima

Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad. Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su mujer como un niño en busca de su madre. El incidente los había dejado como los náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha. Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?

Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público.

«Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»

Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un sombreado rincón. 


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