jueves, 14 de noviembre de 2019

Haruki Murakami; Hombres sin mujeres


Esbozar siempre una plácida sonrisa mientras de su pecho desgarrado manaba una sangre invisible. Atender los quehaceres cotidianos como si nada ocurriera, mantener conversaciones casuales.

Apenas he sentido el deseo de hacer amistades. Sobre todo una vez casado.

Quiere decir que, como tenía a su esposa, dejó de necesitar amigos?

Según Kafuku, en este mundo hay, grosso modo, dos clases de bebedores: los que necesitan beber para añadir algo a su vida y los que necesitan beber para librarse de algo.

Se supone que, esforzándonos, deberíamos poder escudriñarlo tan a fondo nuestro corazón, como grande sea nuestro esfuerzo. Así pues, ¿no crees que, al final, lo que tenemos que hacer es pactar con firmeza y honradez con nuestros propios corazones? Si uno desea ver en serio a los demás, no le queda más remedio que observarse en profundidad, de frente, a sí mismo. Eso es lo que pienso.

Pretender escudriñar por completo el corazón de otra persona, por muy compenetrado que estés con esa persona o por mucho que la ames, es pedir demasiado. Lo único que consigues es sufrir.

Si se trata de un punto ciego, todos vivimos con él.

La mayor parte de mis vivencias eran trastos inservibles, anodinos y propios de alguien falto de imaginación. Quería juntarlos todos y arrumbarlos en el fondo de un gran cajón. O prenderles fuego y convertirlos en humo (aunque no sé qué clase de humo saldría). El caso es que deseaba hacer borrón y cuenta nueva y empezar otra vida, como otra persona, en Tokio. Quería experimentar las nuevas posibilidades que me ofrecía mi yo.

Como una planta robusta no puede contenerse en una maceta.

Me excedo soltando frases lapidarias.

La memoria, inevitablemente, se halla en continua transformación.

En ocasiones la música tiene el poder de reavivar los recuerdos con tal intensidad que a uno hasta le duele el corazón.

Es dos días antes de mañana, y el día después de anteayer…

Ojalá Kitaru lleve una vida feliz en Denver, o en cualquier otra ciudad lejana. Si eso de ser feliz es pedir demasiado, ojalá viva al menos el presente con salud y sin carencias. Porque nadie sabe con qué soñaremos mañana.

Elucubraciones a modo de una blanda masilla que rellena los intersticios entre un hecho y otro.

jamás he sabido qué clase de tinieblas ocultaba aquella mente, con qué pecado cargaba a cuestas.

Tenía la extraña convicción de que no estaba hecho para la vida conyugal.

Me parece que gran parte de las mujeres del planeta (sobre todo, las atractivas) está hasta la coronilla de hombres ávidos de sexo.

Digas lo que digas, los hijos son una bendición», aquel reclamo no le resultaba nada creíble. Seguramente querían hacerle cargar a él con el peso que ellos llevaban. Creían que todos los seres humanos tenían la obligación de pasar por un calvario idéntico al que vivían ellos.

Entre las personas «sociables» a menudo uno se topa con seres mediocres y aburridos, desprovistos de toda profundidad.

Un caballero es aquel que no habla demasiado de los impuestos que paga ni de la mujer con quien se acuesta —me dijo un buen día.

Incluso al mono le llega el día en que falla y no logra aferrarse a la rama.

Quizá creyese que la gente que escribe, al igual que los terapeutas o los religiosos, poseen el derecho legítimo (o la obligación) de escuchar las confesiones de los demás.

Reajuste emocional.

(Sherezade) Todo lo que contaba se convertía en un relato especial, se tratase de la historia que se tratase. El tono, las pausas, la forma en que hacía avanzar el relato, todo era perfecto. Despertaba el interés del oyente, lo mantenía astutamente en ascuas, le obligaba a pensar, a especular, y luego le daba justo lo que deseaba. Con esa envidiable destreza conseguía que, por un instante, el oyente se olvidase de la realidad que lo rodeaba. Como si le pasase un paño húmedo a un encerado, borraba limpiamente fragmentos de recuerdos desagradables que permanecían como adheridos, preocupaciones que el oyente hubiera querido olvidar de haber sido posible.

Él era bastante ingenuo para esas cosas. Creía que su matrimonio iba bien y ni siquiera sospechaba de su mujer. Si no hubiese regresado por casualidad un día antes, quizá jamás se habría enterado de nada.

El extraño don de atraer a la gente

Un aura singular que atraía las miradas.

Sus ademanes y su manera de hablar poseían cierta languidez y su semblante resultaba un tanto impenetrable.

Pero es que entre nosotros siempre existió algo así como un botón mal abrochado.

Estábamos acostados a oscuras, cada uno pensando en sus cosas, con el oído pendiente de aquella quietud.

Cuando me enteré de la muerte de M, me sentí el segundo hombre más solo del planeta.

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