jueves, 29 de septiembre de 2022

Javier Cercas; El vientre de la ballena


 


Sé que este relato va a infectarse de olvidos, omisiones y errores;

Sé que recordar es inventar, que el pasado es un material maleable y que volver sobre él equivale casi siempre a modificarlo.

 

A menudo la imaginación recuerda mejor que la memoria,

 

No es fácil reconocer las huellas del paso del tiempo en las personas que tratamos en la niñez o la adolescencia, porque tendemos a verlas siempre como las vimos entonces, y ése es sin duda el motivo de que, pasado el primermomento de desconcierto, yo me rindiera como a una evidencia a la ilusión de que en todo el tiempo que había transcurrido sin verla Claudia apenas había cambiado: es cierto que el brillo liso y frutal de su piel había empezado a gastarse, y que el fondo de fatiga que le abolsaba los párpados asomaba de vez en cuando a sus ojos.

 

Lo malo de las mentiras no es que uno pueda acabar creyéndoselas, sino que imponen a quien las dice una lealtad más férrea y más duradera que la verdad.

 

Mirada alegre, atolondrada y vacía; tenía unos cuarenta años y era de complexión sólida y de facciones duras, como esculpidas con cincel en el rostro, la frente mezquina y abombada, la nariz aguileña, el mentón pétreo, las cejas espesas y unidas en el entrecejo, el bigote meticuloso y la sonrisa de hombre apuesto, de dientes iguales y encías visibles, que trataba de irradiar por todo el rostro un aplomo que traicionaban la inseguridad de la mirada y la rigidez de garra de las manos.

 

Hacía ya tiempo que había cambiado los hervores de la pasión por la regularidad de la costumbre y que nada parecía poder trastocar su discurrir agradable y vagamente anodino; no es menos cierto, sin embargo, que todos estamos siempre a la espera de encuentros maravillosos e inesperados y que, cuando una de esas raras ocasiones se presenta, a quienes no vivimos como si fuéramos a vivir para siempre desaprovecharla nos parece una frivolidad.

 

Para quien no ha contraído aún el hábito de la mentira, hay pocas cosas que exijan tanta energía como guardar un secreto, y pocas que alivien tanto como contarlo, quizá porque es verdad que en el fondo todo lo que hacemos lo hacemos para poder contarlo. Por lo demás, quién sabe si en aquel momento no juzgué más arriesgado esforzarme por guardar el secreto, exponiéndome al peligro de que Luisa lo descubriera por su cuenta, que revelárselo yo mismo y apechar con las consecuencias.

 

Para nadie existen demasiado los otros, salvo como engorros con los que no queda más remedio que lidiar.

 

La frase restalló en el salón como la cuerda de un violín al romperse.

 

Me obligara a superar un viacrucis de tres sensaciones dispares y sucesivas: pánico primero; después,

 

Perplejidad; finalmente alivio.

 

Me obsequió con una sonrisa neutra.

 

Parloteo torrencial

 

El fervor religioso que había fingido profesar durante su matrimonio había acabado por contagiarla de una devoción tardía y ornamental que la muerte de su marido redujo a una costumbre de consuelo en sus horas de postración y a una necesidad inaplazable de ensuciarse la conciencia. Esta última urgencia era vital para ella, pues aun en los momentos de mayor inactividad le permitía mantener la ilusión de estar viva, entregándose a las torturadas delicias de la expiación.

 

Los corteses caballeros dignamente otoñales que la frecuentaban cedieron su lugar a dudosos cuarentones de aspecto impecable e incluso a adolescentes con cazadora de cuero y melena de muchacha, que la arrastraron finalmente a la ingrata certidumbre de que su madre invertía parte de sus ingresos en procurarse los amantes que su carne avejentada ya no era capaz de convocar.

 

Habían conseguido sin embargo aislar a mi suegra de estas amenazantes explosiones de ira, interponiendo entre los dos un cordón sanitario formado por ella misma y por la mujer de Juan Luis, un ama de casa endurecida por las ingratitudes del matrimonio y envejecida en el oficio de suavizar las intemperancias de su marido y de desbravar a sus cuatro hijos, cuya desbocada fiereza de alimañas montunas sólo el pavor del padre conseguía amansar. Era una mujer gruesa y de escasa estatura, de ojos bovinos y párpados humildes, de manos de monja, de gestos de persona acostumbrada a la realidad. Se llamaba Montse.

 

Por lo demás, su indumentaria apenas le alcanzaba para imitar el máximo grado de elegancia a que puede aspirar lo que suele llamarse una pobreza decente:

 

Qué bonito! —exclamó sin convicción,

 

La idea de que nuestro destino no es único, de que lo que nos pasa les ha pasado también a otros.

 

EL hecho de que un hombre ruinoso, estrábico y sordo y una mujer devastada por la agonía de su lucha contra la vejez estuvieran viviendo una historia que entonces se me apareció como un avatar crepuscular de la que yo estaba viviendo con Claudia.

 

Entonces no entendí el motivo de mi alegría, pero con el tiempo he llegado a pensar que, por mucho que digamos querer a los otros, la verdad es que siempre nos alegramos en secreto de sus desgracias, porque en el fondo su mera existencia nos parece un estorbo.

 

Tal vez por ello a Marcelo le gusta tanto repetir una frase famosa de Cesare Pavese, según la cual la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida—. Tal vez por ello, también, la experiencia de la lectura, que según él es más ardua, más noble, más intensa y más fecunda que la de la escritura, consiste para Marcelo en un doble y contradictorio movimiento de afirmación y negación del mundo y de la propia identidad que convierte al lector en un viajero inmóvil que huye de la realidad y de sí mismo para entenderla y entenderse mejor.

 

Sortear las trampas que a cada paso les tendía la nostalgia.

 

El sopor de la sobremesa.

 

Acuérdate de lo que decía Hemingway sobre Dostoievski: no escribe como un artista, pero todo lo que escribe está vivo.


Un escritor es un artesano; un novelista es un inventor. Encontrar un buen artesano es muy difícil; casi tanto como encontrar un buen inventor. Pero que los dos se den en la misma persona es casi un milagro.

 

Es imposible conocer de verdad a alguien sin conocer a sus padres.

 

Lo cual, dicho sea de paso, vale tanto para la literatura como para la vida.

 

Podría haberse ido, pero se queda. Ahí está el coraje.

 

Indagando una forma adecuada de regresar al tema que habíamos dejado aparcado. 

 

Empezó a divagar como quien traza círculos en torno a un centro que no se atreve a tocar.

 

La Rochefocauld decía que el amor es como los fantasmas: todo el mundo habla de él pero nadie lo ha visto.

 

Hay una derrota, es verdad, pero es la derrota del destino: una derrota por goleada.

 

Quien aquella tarde me empujara al vacío de vértigo, despropósitos y miedo por el que iba a sentirme caer durante los días que siguieron.

 

El azar. Buena palabra: ahorra muchas explicaciones.

 

Pensé: «Por mucho que hablemos con los otros, por mucho que estemos con ellos, siempre estamos solos».

 

Una urgencia casi fisica de confiar en alguien.

 

Lo dice Pavese y Marcelo lo repite y es verdad: la literatura es una defensa contra las ofensas de la vida.

 

La felicidad no exige razones: uno nunca se pregunta por qué es feliz; simplemente lo es, y basta. Con la desgracia ocurre lo contrario: siempre buscamos razones que la justifiquen, como si la felicidad fuera nuestro destino natural, lo que nos es debido, y la desgracia una desviación perversa cuyas causas nos esforzamos en vano en desentrañar.

 

Vivir consiste en inventarse a cada paso la vida, en contársela a uno mismo.

 

Mundo en miniatura

 

Marido sin duda le había sido infiel a Claudia. La realidad es muda, pero quizá las coincidencias no lo son: quizá las coincidencias son la forma que adopta la realidad cuando quiere ser elocuente, cuando quiere decirnos alguna cosa; lo malo es que nunca sabemos qué es lo que quiere decirnos.

 

Incluso —aunque ahora quizá no fui yo, sino esa vocecita envenenada y mordiente que todos llevamos dentro

 

«No hay finales felices; si lo fueran, no serían finales».

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