miércoles, 6 de abril de 2022

Bailar al borde del abismo; Grégoire Delacourt


Bailar al borde del abismo; 
Grégoire Delacourt
 
Su vida da un giro de 180 grados cuando se deja llevar por el deseo.
 
Un giro inesperado que cambiará los planes de la protagonista.
 
«Escribo para recorrerme.» Henri Michaux, Passages
 
Trataré de explicarme, sin pretender que me perdonen. A lo largo de mi historia, intentaré devolver el encanto a la banalidad de una vida.
 
Aquel rostro desnudo, sincero, que dejaba al descubierto una servilleta de algodón blanco, me turbó indeciblemente, me arrancó por un instante de la quietud de mi vida dichosa, de su tranquilizadora comodidad, y me acercó lo más posible a un fuego nuevo. La chispa misma del deseo.
 
Una minúscula chispa puede incendiar miles de hectáreas de bosque, y una simple piedra desviar el curso de una corriente, volverla de pronto alegremente impetuosa.
 
Buscando el origen de mis errores, descubro con amargura que los sufrimientos jamás quedan profundamente sepultados, que nuestro cuerpo nunca es lo bastante vasto para enterrar en él todo nuestro dolor.
 
Se había sumido en los libros en lugar de refugiarse en los brazos de los hombres.
 
Yo tenía siete años y sabía que ya se había acabado; que una vez rozadas, tocadas, apenas probadas, las cosas ya se desdibujaban, que solo subsistía de ellas un recuerdo, una promesa triste.
 
Ningún nuevo deseo venía a destruir la felicidad presente.
 
El rostro de un hombre que ignora que una mujer lo mira, que casi lo desea, resulta en ocasiones conmovedor.
 
El recuerdo de aquel irreprimible arrebato
 
No comentaré lo irreprimible de mi deseo, sin duda hay que buscarlo en el territorio de lo sagrado.
 
Creo que uno se da de bruces con el amor debido a algún vacío en su interior. Un espacio imperceptible. Un hambre jamás colmada.
 
Las cosas impalpables que nutren la existencia, trazan nuevas perspectivas, dibujan otras proporciones, todas esas cosas que erigen nuestros muros y agrandan nuestra vida.
 
Carencia que no me ha hecho sufrir, puesto que leer también es escribir. Una vez cerrado el libro, lo prosigues.
 
Es la aparición fortuita, unas veces encantadora, otras brutal, de una promesa de saciedad lo que despierta la percepción, lo que ilumina nuestras carencias y pone en tela de juicio las cosas hasta entonces consideradas como dadas e inmutables —matrimonio, fidelidad, maternidad—, esa aparición inesperada, casi mística, que en el acto nos revela a nosotros mismos, en igual medida que nos asusta, nos hace abrir las alas hacia el vacío, aviva nuestro apetito, nuestra urgencia de vivir, porque si bien dábamos por supuesto que nada dura para siempre, de pronto tenemos la certeza, al igual que la de que no hay recuerdo alguno que podamos llevarnos, ninguna caricia, ningún sabor de piel, ningún sabor de sangre, ninguna sonrisa, ninguna palabra obscena, ninguna indecencia, ningún envilecimiento: bruscamente descubrimos que
 
Tenía la autoestima por los suelos, al estar apoltronada en la pasividad de una vida, incapaz de tomar las riendas, adormilada por la resaca de la mediocridad. Me vaciaba de mí misma. Me ahogaba por no poder emprender el vuelo.
 
Sufrir en silencio, qué negación de uno mismo.
 
Hay hombres que te encuentran guapa y otros que te vuelven guapa.
 
Expresión soñadora
 
Resulta sorprendente, en ocasiones, la vida que los demás te atribuyen. La manera en que se cuentan tu historia.
 
Uno siempre trata de comprender por qué las cosas dan un vuelco. Sin embargo, cuando lo descubres, ya estás al otro lado.
 
Me siento extenuada de deseo, escribe Marguerite Duras.
 
Su pena estribaba quizá en no haber sabido amar a mi madre como ella habría querido: tener un marido atento y, por qué no, dominante, padre de diez hijos, una especie de capitán Von Trapp solícito, generoso y lleno de ingenio, tener un hombre para ella, capaz de arrancarla del salón donde se aburría, pese a los libros y la música, y llevarla a otra parte, a una isla, a una laguna del color de las lentes de contacto, o incluso mucho más cerca, pero por sorpresa, a un baile del 14 de Julio, y hacerla dar vueltas en la pista, susurrarle palabras de golfo, palabras que humedecen la piel, los labios, y luego aplastarla contra un árbol, poseerla como a una muchacha, y que los dos se dejaran llevar por esa ola, alta y
 
Poderosa, que de repente arrastra los rencores, los silencios, todas las frustraciones de una pareja cuya fantasía se ha gangrenado con el tiempo.
 
Un nuevo amor no surge forzosamente en contra del anterior. Puede hacerlo por sí mismo. Un vértigo irreprimible.
 
Me parecía que nuestro amor ya no se conjugaba en presente.
 
Se alimentaba de cosas pasadas —la seducción, el encanto, los compromisos— y futuras —las esperanzas—. Miraba vagamente hacia el futuro, pero ¿qué futuro? La boda, algún día, de los hijos. Finalmente, el amanecer violeta, tortuoso, en que nos quedaríamos completamente solos los dos. Los nietos. La vejez, con la que nos machacan los artículos de las revistas, y los programas de televisión que desconciertan por su ridículo, que constituye la panacea de la pareja, su sublime culminación, la calma tras las tormentas. Pamplinas. ¿Qué futuro espera a la gente que se ama? Las esperanzas no bastan, suponen la negación del instante.
 
El duelo es un amor que ya no tiene sitio donde alojarse.

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