sábado, 10 de diciembre de 2022

Annie Ernaux; La mujer helada


Ella es la fuerza y la tempestad, pero también la belleza, la curiosidad de las cosas, figura de proa que me abre las puertas del futuro y me afirma que no hay que tener nunca miedo de nada ni nadie. Una luchadora contra todo.

 

Arrastra en su estela a un hombre dulce y soñador, de tono tranquilo, a quien la menor contrariedad ensombrece durante días pero que sabe cantidad de historias, chistes y adivinanzas, oro parece plata no es, canciones que me enseña mientras trabaja en la huerta y yo recojo gusanos para echárselos a las gallinas: mi padre.

 

Una presencia segura y serena a cualquier hora del día.

 

Únicamente imágenes de dulzura y atenciones.

 

Todas las mujeres tienen el cerebro novelesco.

 

Recuerdo esas lecturas que ella favoreció como una apertura al mundo.

 

«Cada casa tiene su olor»

 

No te preocupes, hoy somos ricas.

 

La huida irrisoria de unas horas, un aparentar que me voy lejos que acabará devolviéndome al establo.

 

Busco mi recorrido de niña y de mujer.

 

Siento también que casi todas las desgracias de las mujeres vienen por los hombres.

 

Engañar al aburrimiento.

 

El tipo de chica sana, mirada al frente, chaqueta azul marino, que triunfa.

 

Todo nos oponía.

 

Sé que no soy el tipo de chica fuerte que negocia con destreza su propio destino.

 

Amad lo que nunca veréis dos veces.

 

Les privo de las esperanzas tradicionales.

 

Hasta la vejez, se me aparecía ese día como días dorados.

 

No quiero esa vida que transcurre al ritmo de la compra y las comidas.

 

Por qué de los dos soy yo la única que experimenta, cuánto tiempo el pollo, se quitan o no las pepitas del pepino, la única que se lee los libros de cocina, que pela las zanahorias, que friega los platos como recompensa por haber hecho la cena, mientras que él se dedica a

 

Comentarios ácidos, la espuma de un resentimiento mal aclarado.

 

Como si fuera glorioso verse superada por un montón de obligaciones. La plenitud de la casada.

 

«¡Sabes, prefiero comer en casa que en el comedor de la uni, es mucho mejor!». Sincero, y creía que con eso me dejaba encantada. Yo me hundía.

 

Qué hombre habría abandonado clases y libros para limpiar la casa y dar el biberón.

 

Odio Annecy. Allí fue donde me estanqué. Donde viví día tras día la diferencia entre él y yo, donde me hundí en un universo femenino encogido, donde me hinché de minúsculas preocupaciones. De soledad. Me convertí en la guardiana del hogar, en la encargada de la subsistencia de los seres y del mantenimiento de las cosas.

 

Hubo una primera mañana. Esa en la que, a las ocho, estaba sola en el piso con el crío llorando, la mesa de la cocina llena de los cacharros del desayuno, la cama sin hacer, el lavabo del cuarto de baño negro del polvillo de los pelos del afeitado. Papá va a trabajar, mamá recoge la casa, acuna al nene y prepara una buena comidita. Y pensar que nunca me creí concernida por la cantinela mi mamá me mima yo amo a mi mamá. Hasta entonces habíamos vivido extensos momentos juntos a lo largo del día, no pelaba las patatas pero estaba ahí, y las patatas se hacían menos cuesta arriba. Miro los tazones, el cenicero lleno, todas las sobras de la mañana que he de hacer desaparecer. Qué silencio en el interior cuando el crío acaba de cantar. Me veo en el espejo encima del lavabo sucio. Veinticinco años. Cómo he podido pensar que eso era la plenitud.

 

Un montón de tareas minúsculas sin conexión entre ellas.

 

Las horas olvidadas del libro devorado hasta el último capítulo.

 

Yo por el contrario solo he conocido un tiempo uniforme lleno de ocupaciones heteróclitas. La ropa que hay que clasificar antes de llevarla al lavomatic, un botón de camisa que coser, horas con el pediatra, el azúcar que se ha acabado. El típico inventario que nunca ha hecho reír ni ha conmovido a nadie. Sísifo y su roca, escalando indefinidamente.

 

Nobleza, un hombre en una montaña, con la silueta recortada en el cielo, una mujer en su cocina echando trescientos sesenta y cinco días al año mantequilla a la sartén, ni bello ni absurdo, la vida y nada más, guapita. Y además, qué, el problema es que no sabes organizarte. Organizar, hermoso verbo corriente entre mujeres, todas las revistas están repletas de consejos, cómo ganar tiempo, cómo hacer esto o lo otro, mi suegra, si fuera tú lo haría más rápido, trucos para hacer lo más posible en el menor tiempo posible sin sufrimiento ni depresión porque eso importunaría a todos los que están alrededor. Yo también, llegué a creer en la lista de la compra, en las reservas de la despensa, en el conejo congelado para las visitas imprevistas, la botella de la salsa vinagreta preparada, en los tazones ya dispuestos en la mesa por la noche para que estén listos para el desayuno del día siguiente. Un sistema que devora el presente sin parar, no se termina de progresar,

 

Como en la escuela, pero nunca se ve el final del túnel. Mi dogma era más bien la velocidad. Sobre todo nada de bailecitos en la cocina, ni trapitos amorosos, ni tomates presentados en forma de flor, paso ligero, al ataque, a galope, para liberar una hora por la mañana, pura ilusión a menudo, sobre todo volcarse en encontrar ese hueco del día, el tiempo personal por fin hallado, siempre amenazado: la siesta de mi hijo.

 

Dos años, en la flor de la edad, toda la libertad de mi vida se resumía al suspense de un sueño de niño por la tarde. Al acecho, de la respiración regular, luego del silencio. Duerme, por qué no duerme hoy, agobio. Ya, por fin, la prórroga de un tiempo frágil, envenenada por el temor de un despertar prematuro, claxon de coche, timbre, conversación en el rellano, querría rodear de algodones su camita.

 

Estábamos todas aisladas por el célebre halo de la casada, hablábamos de los hijos, tema sin peligro, porque no nos atrevíamos a soltarnos, a contar, como si la sombra del marido estuviera siempre ahí, entre nosotras. Alrededor nuestro, el paisaje era soberbio, el lago, las montañas grises azuladas. En junio, la orquesta del casino se instaló en la terraza, para los turistas, el eco del blues y de los pasodobles llegaba hasta los columpios. La vida, la belleza del mundo. Todo era exterior a mí. Ya no había nada que descubrir. Volver a casa, preparar la cena, fregar los platos, dos horas vacilantes hojeando un libro para el trabajo, dormir, y vuelta a empezar. Hacer el amor quizá pero también eso se había convertido en una historia de interior, ni espera impaciente ni

 

Hacer que pase el tiempo, para que el niño crezca.

 

Otra que no piensa más que en sí misma, si no sientes la grandeza de la tarea, ver cómo va abriéndose al mundo el niño, tu hijo, alimentarlo, mecerlo, guiar sus primeros pasos, contestar a sus primeros porqués —con tono ascendente para que la hoja de la guillotina caiga de golpe—, no haberlo tenido. Lo coges o lo dejas, el

 

Oficio más maravilloso del mundo, sin entrar en detalles. Nunca he sentido la grandeza del oficio.

 

Con qué tarea tiene que cargar un hombre dos veces al día solo por el hecho de ser hombre.

 

Producir vida, depende del cristal con que se mire, el mío me muestra más bien una manera segura de caminar hacia la muerte.

 

Dejé de comparar con el pasado, hice como que la cocina carecía de importancia, que era tan natural como lavarse cada día, intenté encontrarle satisfacciones, hojeando el libro de recetas, puede tenerse una sensación de creación infinita, nunca el mismo plato si se quiere. Sin embargo, seguía pareciéndome una comedura de cabeza.

 

Siete de la tarde, abro el frigorífico. Huevos, nata líquida, lechuga, la comida se alinea en las rejillas. Ninguna gana de preparar la cena, peor aún, ninguna idea. El hundimiento de la abastecedora, el bloqueo. Como si no supiera nada de nada. Un minuto de torpeza hasta que el motor de la nevera se relanza, como una especie de llamada al orden. Hacer cualquier cosa, da igual qué. Me decido por lo archisabido, espaguetis y huevos fritos.

 

Me vino de repente la melopea doméstica

 

Esto es el matrimonio, elegir entre la depresión de uno u otro, la de los dos es despilfarrar. Evidente también que mi sitio estaba con mi hijo y el suyo en el cine, no al revés. Fue. Después irá a jugar al tenis en verano y a esquiar en invierno. Cuidaré, pasearé al crío. Oh qué bonitos domingos… A las tres levantaré la persiana del cuarto del peque, la calle vacía, el parque, los cisnes. A veces los celos. Visto desde el interior del piso de tres habitaciones o detrás del cochecito, el mundo se divide en dos, las mujeres con las que podría acostarse él, los hombres con los que ya nunca podré acostarme yo.

 

Fuera de las comidas, del niño y de la limpieza de la casa, soy metafísicamente libre.

 

Pero luego vino el placer, quizá el del poder. De nuevo tenía influencia sobre el mundo, hasta mi soledad en medio de cuarenta alumnos se volvía excitante. Vuelta a la vida. Al final del día, discurría sobre un montón de proyectos, salidas, biblioteca, se acabó el manual de literatura de siempre, veremos los textos que les gusten. Recuerdo la primera noche, el calor de septiembre todavía presente, la impresión de tener abierta mi existencia, estallada incluso, por todas las que había conocido a lo largo del día, volvía a ver esas caras aún sin nombre, enfadadas, presumidas, una chica hundida en su silla, ausente, tanta diversidad.

 

El patrono de los trabajadores tenía que haber sido mujer, no José. Las mismas tareas que un hombre, sin olvidar el trabajo de la casa,

 

Dudaba en mandarle a sacar la basura, para qué, al final no era sino una gota en el océano de las tareas domésticas.

 

Había esperado lo suficiente esa época, la liberación progresiva.

 

No imaginaba otra manera de darle un cambio a mi vida más que teniendo otro hijo. Nunca caeré más bajo.

 

Dedicada exclusivamente a fabricar la familia ideal.

 

Insólita la capacidad de aguante de una mujer, a eso le llaman tener corazón.

 

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