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Y lo que es peor, el desmoronamiento se produjo de repente, sin que hubiera intervenido antes un signo de alerta, ni los ecos de aquella nada que me estaba aguardando, me hubiesen augurado lo que iba a ocurrir. De pronto fue el silencio. Un silencio drástico que, al principio, todavía me resistía a aceptar como algo real. Después surgió el bloqueo. Fin de la confianza mutua, fin de la comunicación constante, fin de su voz (siempre cálida y confidencial) y, por supuesto, fin de aquella compañía entrañable que durante siete años jamás se había interrumpido aunque tuviese que atravesar el espacio burlando mares, ríos, ciudades y dudas.
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La vida está llena de falsas verdades.
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Fue entonces cuando más cerca estuve de ella. De hecho nada nos cautiva tanto ni nos mantiene tan próximos a los seres queridos como esa lucha forzosa contra los elementos que amenazan con destruir nuestras esperanzas.
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Un discurrir sin relieves.
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Su fanatismo floral.
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La vida está plagada de escondites.
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Todos escondemos algo —me dijo en cierta ocasión Rodolfo Liaño—. Probablemente ésa es la razón por la que, a veces, los humanos nos sentimos tan distanciados los unos de los otros».
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Hablar no suponía para ellos ningún esfuerzo, antes al contrario, las palabras surgían desnudas de ficciones, y acaso enriquecidas por los acontecimientos que se habían producido tras el nacimiento del niño.
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Uno sólo se divierte cuando la vida nos presenta una novedad. Sin embargo, en el instante en que esa novedad se convierte en rutina el aburrimiento reaparece.
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Discutir es siempre un desvío del amor propio
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En aquellos momentos las aguas eran tranquilas y nada hacía prever que la vida iba a torcerse del modo que se torció, ni que los destinos, tan claramente definidos, podían truncarse de la noche a la mañana. Tampoco era posible imaginar que la juventud de Dula iba a troncharse un año más tarde cuando diera a luz aquel hijo que tanto deseaba.
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Entonces todo eso era pura lejanía, pura nada. Nadie estaba facultado para pensar que el tiempo iba a echarse encima para aplastarnos del modo que lo ha hecho. Y que el futuro que nos esperaba iba a confabularse para separarme de mi hijo de una forma tan drástica. Lo cierto es que aquella noche transcurrió sin que surgiera nada especial que dejara al desnudo la trampa que el destino nos estaba tendiendo.
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Las complicidades, incluso cuando no se planean ni se prevén racionalmente, acaban siempre por descubrirse y en algunos casos lesionan al cómplice inocente.
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Silencios chirriantes.
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«Debo vigilar un poco más mis franquezas».
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La franqueza no hiere cuando no intenta herir.
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Mil veces he pensado que son precisamente las frases que jamás suenan y las aclaraciones que nunca aclararon nada, lo que más recordamos a lo largo de nuestra vida. Incluso ahora, después de seis años, podría repetir al pie de la letra todo lo que quisimos decir pero que no dijimos.
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Así es el tiempo: implacable. No tiene topes, ni detentaciones, ni se rige por los deseos o las aspiraciones. El tiempo únicamente sabe amenazar y fingir que alienta la esperanza. Sin embargo, mientras la alienta, la va devorando.
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Cuando los acontecimientos que espero alcanzan cierta envergadura, generalmente acumulo reservas para que, cuando lleguen, no pulsen demasiado las cuerdas de mi emotividad. No importa que eso que va a ocurrir todavía no haya ocurrido. Lo esencial es estar preparado para cuando ocurra.
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Nadie cree de verdad que nuestras flaquezas nos van a inducir a caer en las trampas que podamos encontrar en el camino. Todo el mundo piensa que, por encima de las atracciones humanas, campea nuestro sentido del deber.
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La ausencia viene a ser una muerte pequeña.
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Había tantas muertes a lo largo de la vida. Envejecer, cambiar los hábitos, dejar de soñar, renunciar, perder contactos que consideramos esenciales; el secreto consistía en no dejarse vencer, en mantener la lucha. Y callar. Eso era quizá lo esencial. No caer en la tentación de «explicar a nadie» esas muertes miniatura que se cruzaban en el camino.
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Así era la muerte. Un cerrojo bloqueado por una llave extraviada. Un lugar infranqueable que yo nunca podría traspasar.
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Insultos dictatoriales.
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