No conozco casa más agradable y
acogedora, hogar más íntimo, cálido y alegre que el suyo.
Para mí no hay nada comparable a una
noche como ésta: la soledad es absoluta; mi criada, que vive en el pueblo,
acaba de encerrar las gallinas y se va. Oigo el ruido de sus zuecos en el
camino. Me quedo con mi pipa, mi perro entre los pies, el rumor de los ratones
en el granero, el crepitar del fuego, y sin periódicos ni libros: sólo una
botella de Juliénas que se calienta despacio junto al morillo.
Tiene lo que yo más apreciaba en las mujeres cuando era joven: fuego.
Cuando eres joven, eres tan impaciente…
Cada día que pasa y que has perdido para el amor es una tragedia.
Ahora. ¡Y qué hermosas locuras, las del
amor! Además, casi siempre se pagan tan caras que no hay que juzgarlas con
mezquindad, ni en uno mismo ni en los demás. Sí, siempre se pagan, y a veces
las más pequeñas al precio de las grandes. Da igual que te cuelguen por un
borrego que por un cordero, como dice el proverbio. Desde luego, era una locura
recibir a un hombre bajo el techo conyugal, pero, por otro lado, ¡qué placer,
esa noche, en brazos del amante, mientras el río corre y el miedo a que te
sorprendan te acelera el corazón! ¿A quién esperaría?
Nada me satisfacía. Creía estar buscando
fortuna; en realidad, me empujaba el ardor de mi joven sangre. Pero, como ahora
su fuego se ha extinguido, ya no me entiendo. Pienso que he hecho mucho camino
inútil para volver al punto de partida. Lo único de lo que estoy contento es de
no haberme casado; pero no debería haber corrido tanto mundo.
Todo lo que contenía ese instante…
Si supiéramos lo que recogeremos por
adelantado, ¿quién sembraría su campo?
La vida, que parece encogerse para
ofrecer al exterior la menor superficie posible, y las largas horas pasadas
frente al fuego, sin hacer nada, sin leer, sin beber, sin siquiera
No sé si el ser humano construye su
vida, pero lo cierto es que la vida que ha vivido acaba transformándolo; una
existencia tranquila y hermosa da a un rostro una especie de suavidad, de
dignidad, un tono cálido y suave que es casi una pátina, como la de un retrato.
Pero la suavidad y la serenidad de aquellas facciones, se ha borrado de
repente, y lo que se ve debajo es un alma triste y angustiada. Pobrecillos… Hay
un momento de perfección en que todas las promesas maduran.
El final del verano, pero no tarda en
dejar atrás; entonces empiezan las lluvias del otoño. Con las personas ocurre
igual.
Sentir las miradas de los demás
constituye un sufrimiento moral insoportable.
¿Quién no ha visto su vida extrañamente
deformada y torcida por ese fuego en un sentido contrario a su naturaleza
profunda?
La muerte ha nivelado las cosas.
La juventud sólo se ve a sí misma. ¿Qué
somos para ella? Pálidas sombras.
La forma en que un hombre bebe en
compañía no tiene ningún significado; pero cuando lo hace a solas revela, sin
que él lo sepa, el fondo mismo de su alma. Hay un modo de hacer girar el vaso
entre los dedos, una manera de inclinar la botella y mirar cómo cae el vino, de
llevarse el vaso a los labios, de sobresaltarse y dejarlo bruscamente en la
mesa cuando te llaman, de volver a cogerlo con una tosecilla afectada, de
apurarlo cerrando los ojos, como si se bebiera olvido a tragos, que es la de un
hombre intranquilo, agobiado por las preocupaciones o por un terrible problema.
En las cosas más insignificantes, podía
reconocer una malevolencia asombrosamente activa, siempre alerta, calculada
para hacerme la vida imposible y obligarme a marcharme lejos de aquí.
¿En qué hombre lo convertirás si lo
educas en el temor? Mi pobre Colette, no podemos vivir en lugar de nuestros
hijos, aunque a veces nos gustaría.
Cada cual debe vivir y sufrir por sí
mismo.
El mejor favor que les podemos hacer es
dejar que ignoren nuestra propia experiencia.
Yo me quedé mirándola mientras se
alejaba atravesando el jardín, todavía grácil y hermosa pese a sus cabellos
grises. Es asombroso que haya conservado hasta la edad madura ese paso leve y
lleno de seguridad.
Sí, lleno de seguridad; el de una mujer
que nunca se ha extraviado por el mal camino, que nunca ha corrido jadeante a
una cita, que nunca se ha detenido, agobiada bajo el peso de un secreto
culpable…
Pero ¿cómo es posible que no lo
entienda? Usted, que sabe cómo ha sido su vida, lo maravillosamente que se
entienden, la idea tan elevada que tienen del amor conyugal, ¿cómo quiere que
yo, su hija, les confiese que engañé a mi marido de un modo innoble, que
recibía a otro hombre en mi casa cuando él no estaba y, por si fuera poco, que
mi amante lo mató? Para ellos sería un golpe terrible. ¿No tengo ya bastante
con una desgracia sobre la conciencia?
A mi edad, la sangre se ha apagado; lo
que se siente es frío.
Cerraré la verja. Echaré el cerrojo a
las puertas. Le daré cuerda al reloj. Cogeré las cartas y haré un par de
solitarios. Tomaré un vaso de vino. No pensaré en nada. Me acostaré. Dormiré
poco. Soñaré despierto. Volveré a ver cosas y gente de otros tiempos. Y tú
regresarás a casa, te desesperarás, llorarás, le pedirás perdón a la foto del
pobre Jean, lamentarás el pasado, temblarás por el futuro… No sé quién de los
dos pasará mejor noche.
Todo mi pasado volvía a la vida. Tenía
la sensación de haber dormido veinte años y haber despertado para reanudar la
lectura en el punto que la había dejado. Sin darme cuenta, llegué al banco que
hay bajo la ventana del despacho, desde donde podía oír todo lo que decían.
Durante mucho rato no oí nada. Luego, él la llamó:
¡Miente! A la verdadera mujer encerrada
en ella, la mujer ardiente, alegre, atrevida, ávida de placer, fui yo quien la
conoció, ¡yo, sólo yo!
Las personas mienten, pero las flores,
los libros, los retratos, las lámparas, la suave pátina que el uso deposita en
todos los objetos, son más sinceros que los rostros.
François dejó que me fuera sin responder
a mi adiós. No se había movido; de pronto parecía muy viejo, y esa especie de
fragilidad que tienen sus facciones se había hecho aún más acusada; parecía un
hombre herido de muerte.
Acto seguido me reí de mi propia
emoción. En definitiva, ¿cuál es la cuestión? ¿Quién conoce a la verdadera
mujer? ¿El amante o el marido? ¿Son realmente tan distintas la una de la otra?
¿O están tan sutilmente mezcladas que resultan inseparables? ¿Están hechas de
dos sustancias que una vez combinadas forman una tercera que ya no se parece a
las otras dos? Lo que sería tanto como decir que a la verdadera mujer no la
conocen ni el marido ni el amante. Sin embargo, se trata de la mujer más sencilla
del mundo. Pero he vivido lo bastante para saber que no hay corazón sencillo.
El recuerdo de los años pasados nos
visitaría más a menudo si nos volviéramos hacia él, hacia su suprema dulzura.
Pero dejamos que duerma en nosotros y, aún peor, que muera, que se corrompa; de
tal modo que a los generosos impulsos del alma que nos elevan a los veinte
años, más tarde los llamamos ingenuidad, estupidez… Nuestros puros y
apasionados amores adquieren la degradante apariencia de los placeres más
viles. Lo que esa noche se reencontraba con el pasado no era sólo mi memoria,
sino también mi corazón. Reconocía esa rabia, esa impaciencia, ese desesperado
apetito de felicidad. Sin embargo, quien me esperaba no era una mujer viva,
sino una sombra, hecha de la misma materia que mis sueños. Un recuerdo. No algo
palpable, caliente.
¡Vuelve, juventud mía, vuelve! Habla por
mi boca. Dile a esa Hélène tan sensata, tan virtuosa, que miente. Dile que su
amante no está muerto, que se ha dado demasiada prisa en enterrarme, que estoy
bien vivo, que me acuerdo de todo.
Lo mismo ocurre con el amor. Le haces un
gesto, le trazas un camino. Llega la ola, tan distinta de lo que imaginabas,
tan salada y tan fría, y estalla contra tu corazón.
La carne se conforma con poco. Pero el
corazón es insaciable; el corazón necesita amar, desesperarse, arder en
cualquier fuego… Eso era lo que queríamos. Arder, consumirnos, devorar nuestros
días como el fuego devora los bosques.