De regreso en mi coche hacia París para
empezar mi trabajo, yo no veía ya misterio alguno en la larga impostura de
Jean-Claude, sino tan sólo una pobre mezcla de ceguera, aflicción y cobardía.
A pesar de todo, hace que rueden por sus
mejillas lágrimas de alegría, ¿no sigue siendo el adversario quien le engaña?
Pensé que escribir esta historia sólo podía ser un crimen o una plegaria.
Un amigo, un verdadero amigo, es también
un testigo, alguien cuya mirada permite evaluar mejor la propia vida, y desde
hacía veinte años, sin desmayo ni grandes palabras, ambos habían cumplido esa
función recíproca.
El guión de los hechos desvariaba,
revelaba lo que era: una pesadilla.
Cuando acaban de decirte que tu mejor
amigo, el padrino de tu hija, el hombre más recto que conoces ha matado a su
mujer, a sus hijos, a sus padres y que además te mentía en todo desde hacía
años, ¿no es normal que sigas confiando en él, a pesar incluso de pruebas
aplastantes? ¿Qué sería una amistad que se dejase convencer de su error tan
fácilmente? Jean-Claude no podía ser un asesino. Por fuerza faltaba una pieza
en el rompecabezas. En cuanto la encontrasen todo recobraría su sentido.
Tuvieron que admitir que su esperanza
era vana y que deberían vivir con aquello: no solamente la pérdida de los
fallecidos, sino el duelo de la confianza, la vida entera gangrenada por la
mentira.
Quién era, si no era quien fingía ser?
La conmoción era tal, les precipitaba en
semejante torbellino de preguntas y de dudas, que cortocircuitaba el duelo.
Preguntaban: ¿cómo hemos podido vivir
tanto tiempo al lado de este hombre sin sospechar nada?
Nadie podía recogerse interiormente,
encontrar en el fondo de sí mismo un rincón de calma, de aflicción aceptable
donde refugiar su alma.
Los rostros colorados y rugosos de
aquellos campesinos del Jura
Ostentaban la huella del insomnio
Le admiraban por haber prosperado tanto
y por seguir siendo, pese a ello, tan sencillo, tan cariñoso con sus ancianos
padres. Les telefoneaba todos los días. Se decía que había rechazado, por no
alejarse de ellos, un puesto de prestigio en América.
«¿Quién hubiese creído que el muchacho
ejemplar llegaría a ser un monstruo?»
Para los creyentes, el instante de la
muerte es aquel en que ven a Dios, no ya oscuramente, como en un espejo, sino
cara a cara. Incluso los no creyentes creen algo parecido: que en el momento de
pasar al otro lado los moribundos ven desfilar en un relámpago la película
completa de su vida, por fin inteligible. Y esta visión que hubiese debido
poseer para los ancianos Romand la plenitud de las cosas cumplidas, había sido
el triunfo de la mentira y el mal. Deberían haber visto a Dios y en su lugar
habían visto, adoptando los rasgos de su hijo bienamado, a aquel a quien la
Biblia llama Satán, es decir, el adversario.
Que él, Jean-Claude, la muerte personificada,
permaneciera en el mundo de los vivos era una amenaza aterradora, en suspenso,
la garantía de que la paz no volvería nunca, de que el horror no conocería fin.
Me gustaría que comprendiese que no me
dirijo a usted movido por una curiosidad malsana o por el gusto del
sensacionalismo. Lo que usted ha hecho no es, a mi entender, la obra de un
criminal ordinario, ni tampoco la de un loco, sino la de un hombre empujado
hasta el fondo por fuerzas que le superan, y son esas fuerzas terribles las que
yo desearía mostrar en acción.
Esta historia y sobre todo mi interés
por ella más bien me repugnaban. Por otro lado, no iba a decirle que no, que
ahora ya no deseaba conocerle.
No existen sin duda treinta y seis mil
maneras de dirigirse a alguien que ha matado a su mujer, a sus hijos y a sus
padres y les ha sobrevivido
Viéndolo no como a alguien que ha hecho
algo horrible, sino como a alguien a quien le ha sucedido algo espantoso, el
juguete infortunado de fuerzas demoníacas.
Me hacía a mí mismo tantas preguntas que
no me atrevía a hacerle ninguna
Entendí que contaba más conmigo que con
los psiquiatras para hacerle inteligible su propia historia, y más que con los
abogados para hacerla comprensible al mundo.
Pregunta: «¿Es usted creyente? Quiero
decir: ¿piensa que existe, por encima de nosotros, una instancia que comprende
lo que usted no llega a comprender en esta tragedia, y que quizá pueda
absolverlo?»
De lo contrario no podría afrontar una
historia tan atroz como la suya. Para mirar de frente, sin complacencia
morbosa, la oscuridad en que ha estado usted, en la que todavía se halla
inmerso, hay que creer que existe una luz bajo la cual todo lo que ha sido,
incluso la desdicha y el mal excesivos, se nos hará inteligible.»
Algunas trabas de la vida carcelaria le
pesaban, pero en conjunto la prisión le convenía.
Al lado del sufrimiento, disfrutaba de
una libertad psíquica totalmente nueva
El horror en estado bruto, que te induce
a cerrar los ojos instintivamente, a sacudir la cabeza para que eso no haya
existido.
«No se tiene todos los días la ocasión
de ver la cara del diablo»:
Trabajan de firme, son temerosos de Dios
y su palabra equivale a un contrato.
No supe hablar… y cuando estás cogido en
ese engranaje de no querer defraudar, la primera mentira llama a la siguiente y
es así toda la vida…
Tan arraigada estaba la costumbre de la
mentira piadosa en aquella familia donde la regla era no mentir jamás.
Tiene en esas fotos un aire de embeleso
atontolinado que debía de enternecer a su mujer y persuadirla de que al fin y
al cabo había elegido bien al amar a un hombre que les amaba así, a ella y a
sus hijos.
Pero el misterio consiste en que no hay
explicación y en que, por inverosímil que parezca, las cosas fueron así.
Una mentira, normalmente, sirve para
encubrir una verdad, algo vergonzoso, quizá, pero real.
Es notorio que los hombres más notables
son también los más modestos, los que menos se preocupan de la opinión que se
tiene de ellos.
Al mentirles a las dos, podía contarles
la misma mentira.
Falso médico pero auténtico espía,
auténtico traficante de armas, verdadero terrorista, sin duda la habría
seducido. Falso médico únicamente, encallado en el miedo y la rutina, estafando
a pequeños jubilados cancerosos, no tenía la menor posibilidad, cosa que no era
culpa de Corinne.
Ninguna mujer accedería a besar a
aquella bestia que nunca se transformaría en un príncipe encantado. Ninguna
mujer podía amar lo que él era realmente. Se preguntaba si habría en la tierra
una verdad más inconfesable, si otros hombres se sentían avergonzados hasta
aquel punto de sí mismos. Quizá algunos pervertidos
El silencio es el peor enemigo de las
parejas
Una crisis superada, por el contrario,
puede resultar su mejor aliado. Si él no lo hacía o tardaba en hacerlo, sería
él, Luc, quien hablaría con Florence, por el bien de ambos.
Habría sido dulce y cálida, aquella vida
en familia. Ellos creían que lo era. Pero él sabía que estaba podrida por dentro,
que ni un solo instante, ni un gesto, ni siquiera el sueño de los cuatro
escapaban a la podredumbre. Había crecido en el interior de Jean-Claude, poco a
poco lo había devorado todo desde dentro sin que desde fuera se viese nada, y
ahora no quedaba nada más que hacer, no quedaba más que la ponzoña que iba a
reventar la cáscara y mostrarse a plena luz. Iban a encontrarse desnudos,
indefensos, en el frío y el horror, y en eso consistiría la única realidad. Era
ya, aunque no lo supiesen, la única realidad. Entornaba la puerta y se acercaba
de puntillas a los niños. Dormían.
Les sorprendió la precisión de sus
palabras y su afán constante de ofrecer de sí mismo una imagen favorable.
Soy un asesino, tengo la imagen más vil
que pueda existir en la sociedad, pero es más fácil de soportar que los veinte
años anteriores de mentiras.» Después de algunos tanteos, el cambio de programa
pareció tener éxito. Al personaje del investigador respetado suplanta el no
menos gratificante de gran criminal en el camino de la redención mística.
Miente. Es su manera de ser, no puede
evitarlo, y pienso que lo hace más para engañarse a sí mismo que para engañar a
otros.
Al cabo de cinco horas de deliberación,
Jean-Claude Romand fue condenado a cadena perpetua, acompañada de una pena de
prisión firme de veinte años. Si todo va bien, saldrá de la cárcel en 2015, a
la edad de sesenta y un años.
Como yo había predicho sin creerlo
demasiado, nuestra correspondencia se volvió más fácil en cuanto abandoné el
libro.
Esas dos horas de oración al mes, a una
hora muy tardía en que la diferencia entre el mundo exterior y el interior se
atenúa, son momentos benditos
«Al descubrir que la Gracia no está en
el cumplimiento de mis deseos, por generosos y altruistas que fuesen, sino en
la fuerza de aceptarlo todo con alegría, desde el fondo de mi celda mi De
Profundis se convierte en Magníficat, y todo es Luz.»
De que Jean-Claude Romand no representa
una farsa para los demás, de eso estoy seguro; pero el mentiroso que hay en él,
¿no la representa para sí mismo? Cuando Cristo entra en su corazón, cuando la
certeza de ser amado,