Siempre tengo miedo de preguntar;
me parece una cosa del día del juicio. Se empieza con una pregunta, y es como
mover una piedra: vos estáis tranquilo arriba en el monte y la piedra empieza a
caer, desprendiendo otras, hasta que le pega en la cabeza, en el jardín de su
casa, a un buen hombre (el último en el que habríais pensado), y la familia
tiene que cambiar de apellido. No, señor, lo tengo por norma: cuanto más
extraño me parece algo, menos pregunto.
Habría aclarado o quizás disuelto
el misterio, como sucede a menudo cuando las cosas misteriosas se ven de cerca.
Una maldad suavizada por la
hipocresía.
Ese maldito vínculo, nacido del
mal, no podía llevar más que a otro mal.
¡Ah, no hay peor enemigo del
sueño que la mala conciencia!
Mi vida ha sido sacudida desde
las raíces.
Respecto a las obscenidades
morales que ese hombre me reveló, no sabría recordarlas sin horrorizarme de
nuevo.
Aunque ya no fuera joven, yo no
había aún perdido mi aversión por una vida de estudio y de trabajo. A veces
tenía ganas de divertirme. Pero, como mis diversiones eran, digamos así, poco
honorables.
Así fue como empecé muy pronto a
esconder mis gustos, y que cuando, llegados los años de la reflexión, puesto a
considerar mis progresos y mi posición en el mundo; me encontré ya encaminado
en una vida de profundo doble.
He nacido en 18…, heredero de una
gran fortuna y dotado de excelentes cualidades. Inclinado por naturaleza a la
laboriosidad, ambicioso sobre todo por conseguir la estima de los mejores, de
los más sabios entre mis semejantes, todo parecía prometerme un futuro
brillante y honrado. El peor de mis defectos era una cierta impaciente
vivacidad, una inquieta alegría que muchos hubieran sido felices de poseer,
pero que yo encontraba difícil de conciliar con mi prepotente deseo de ir
siempre con la cabeza bien alta, exhibiendo en público un aspecto de particular
seriedad.
Más que defectos graves, fueron
por lo tanto mis aspiraciones excesivas a hacer de mí lo que he sido, y a
separar en mí, más radicalmente que en otros, esas dos zonas del bien y del mal
que dividen y componen la doble naturaleza del hombre.
Mi caso me ha llevado a
reflexionar durante mucho tiempo y a fondo sobre esta dura ley de la vida, que
está en el origen de la religión y también, sin duda, entre las mayores fuentes
de infelicidad.
Por doble que fuera, no he sido nunca lo que se dice un hipócrita.
Los dos lados de mi carácter estaban igualmente afirmados: cuando me abandonaba
sin freno a mis placeres vergonzosos, era exactamente el mismo que cuando, a la
luz del día, trabajaba por el progreso de la ciencia y el bien del prójimo.
El lado malo de mi naturaleza, al
que había transferido el poder de plasmarme, era menos robusto y desarrollado
que mi lado bueno, que poco antes había destronado. Mi vida, después de todo,
se había desarrollado en nueve de sus diez partes bajo la influencia del
segundo, y el primero había tenido raras ocasiones para ejercitarse y madurar.
Así explico que Edward Hyde fuese más pequeño, más ágil y más joven que Henry
Jekyll. Así como el bien transpiraba por los trazos de uno, el mal estaba
escrito con letras muy claras en la cara del otro.
El mal además (que constituye la parte letal del hombre, por lo
que debo creer aún) había impreso en ese cuerpo su marca de deformidad y
corrupción. Sin
embargo, cuando vi esa imagen espeluznante en el espejo, experimenté un sentido
de alegría de alivio, no de repugnancia. También aquél era yo. Me parecí
natural y humano. A mis ojos, incluso, esa encarnación de mi espíritu pareció
más viva, más individual y desprendida, del imperfecto y ambiguo semblante que
hasta ese día había llamado mío.
He observado que cuando asumía el
aspecto de Hyde nadie podía acercárseme sin estremecerse visiblemente; y esto,
sin duda, porque, mientras que cada uno de nosotros es una mezcla de bien y de
mal, Edward Hyde, único en el género humano, estaba hecho sólo de mal.
Volviendo de prisa al laboratorio,
preparé y bebí de nuevo la poción; de nuevo pasé por la agonía de la
metamorfosis; y volviendo en mí me encontré con la cara, la estatura, la
personalidad de Henry Jekyll.
Esa noche había llegado a una
encrucijada fatal. Si me hubiera acercado a mi descubrimiento con un espíritu
más noble, si hubiera arriesgado el experimento bajo el dominio de aspiraciones
generosas o pías, todo habría ido de forma muy distinta. De esas agonías de
muerte y resurrección habría podido renacer ángel, en lugar de demonio. La
droga por sí misma no obraba en un sentido más que en otro, no era por sí ni
divina ni diabólica; abrió las puertas que encarcelaban mis inclinaciones, y de
allí, como los prisioneros de Filipos, salió corriendo quien quiso. Mis buenas
inclinaciones entonces estaban adormecidas; pero las malas vigilaban,
instigadas por la ambición, y se desencadenaron: la cosa proyectada fue Hyde.
Así, de las dos personas en las que me dividí, una fue totalmente mala,
mientras la otra se quedó en el antiguo Henry Jekyll, esa incongruente mezcla
que no había conseguido reformar. El cambio, por tanto, fue completamente hacia
peor.
La incongruencia de esa vida me
pesaba cada día más. Principalmente por esto me tentaron mis nuevos poderes, y
de esta manera quedé esclavo. Sólo tenía que beber la poción, abandonar el
cuerpo del conocido profesor y vestirme, como con un nuevo traje, con el de
Edward Hyde.
Pero también en el impenetrable
traje de Hyde estaba perfectamente al seguro. Si pensamos, ¡ni existía! Bastaba
que, por la puerta de atrás, me escurriese en el laboratorio y engullese la
poción (siempre preparada para esta eventualidad), porque Edward Hyde, hiciera
lo que hiciera, desaparecía como desaparece de un espejo la marca del aliento;
y porque en su lugar, inmerso tranquilamente en sus estudios al nocturno rayo
de la vela, había uno que se podía reír de cualquier sospecha: Henry Jekyll.
Los placeres que me apresuré a
encontrar bajo mi disfraz eran, como he dicho, poco decorosos (no creo que deba
definirlos con mayor dureza); pero en las manos de Edward Hyde empezaron pronto
a inclinarse hacia lo monstruoso. A menudo a la vuelta de estas excursiones,
consideraba con consternado estupor mi depravación vicaria. Esa especie de
familiar mío, que había sacado de mi alma y mandaba por ahí para su placer, era
un ser intrínsecamente malo y perverso; en el centro de cada pensamiento suyo,
de cada acto, estaba siempre y sólo él mismo. Bebía el propio placer, con
avidez bestial, de los atroces sufrimientos de los demás. Tenía la crueldad de
un hombre de piedra.
Henry Jekyll a veces se quedaba
congelado con las acciones de Edward Hyde, pero la situación estaba tan fuera
de toda norma, de toda ley ordinaria que debilitaba insidiosamente su
conciencia. Hyde y sólo Hyde, después de todo, era culpable. Y Jekyll, cuando
volvía en sí, no era peor que antes: se encontraba con todas sus buenas
cualidades inalteradas; incluso procuraba, si era posible, remediar el mal
causado por Hyde. Y así su conciencia podía dormir.
Me había dormido Jekyll y me
había despertado Hyde.
Esa otra parte de mí, que tenía
el poder de proyectar, había tenido tiempo de ejercitarse y afirmarse cada vez
más; me había parecido, últimamente, que Hyde hubiera crecido, y en mis mismas
venas (cuando tenía esa forma) había sentido que fluía la sangre más
abundantemente. Percibí el peligro que me amenazaba. Si seguían así las cosas,
el equilibrio de mi naturaleza habría terminado por trastocarse: no habría
tenido ya el poder de cambiar y me habría quedado prisionero para siempre en la
piel de Hyde.
Otras veces había sido obligado a
doblar la dosis, y hasta en un caso a triplicarla, con un riesgo muy grave de
la vida.
Si al principio la dificultad
consistía en desembarazarme del cuerpo de Jekyll desde hace algún tiempo
gradual pero decididamente el problema era al revés. O sea, todo indicaba que
yo iba perdiendo poco a poco el control de la parte originaria y mejor de mí
mismo, y poco a poco identificándome con la secundaria y peor.
Entonces sentí que tenía que escoger entre mis dos naturalezas.
Estas tenían en común la memoria pero compartían en distinta medida el resto de
las facultades. Jekyll, de naturaleza compuesta, participaba a veces con las
más vivas aprensiones y a veces con ávido deseo en los placeres y aventuras de
Hyde; pero Hyde no se preocupaba lo más mínimo de Jekyll, al máximo lo
recordaba como el bandido de la sierra recuerda la cueva en la que encuentra
refugio cuando lo persiguen. Jekyll era más interesado que un padre, Hyde más
indiferente que un hijo.
Todo pecador tembloroso, en la
hora de la tentación, se encuentra frente a las mismas adulaciones y a los
mismos miedos, y luego éstos tiran los dados por él. Por otra parte, lo que me
sucedió, como casi siempre sucede, fue que escogí el mejor camino, pero sin
tener luego la fuerza de quedarme en él.
Sí, preferí al maduro médico
insatisfecho e inquieto, pero rodeado de amigos y animado por honestas
esperanzas; y di un decidido adiós a la libertad, a la relativa juventud, al paso
ligero, a los fuertes impulsos y secretos placeres de los que gocé en la
persona de Hyde.
Ser tentado, para mí, significaba caer
Mi demonio había estado encerrado
mucho tiempo en la jaula y escapó rugiendo.