Para toda mi gente
querida, con amor. Sabéis quiénes sois aunque no os nombre.
Dedicatoria
Como no he tenido hijos,
lo más importante que me ha sucedido en la vida son mis muertos, y con ello me
refiero a la muerte de mis seres queridos.
El
arte de fingir dolor
Sólo en los nacimientos y
en las muertes se sale uno del tiempo; la Tierra detiene su rotación y las
trivialidades en las que malgastamos las horas caen sobre el suelo como polvo
de purpurina. Cuando un niño nace o una persona muere, el presente se parte por
la mitad y te deja atisbar por un instante la grieta de lo verdadero:
monumental, ardiente e impasible. Nunca se siente uno tan auténtico como
bordeando esas fronteras biológicas: tienes una clara conciencia de estar
viviendo algo muy grande.
El
arte de fingir dolor
Los libros nacen de un
germen ínfimo, un huevecillo minúsculo, una frase, una imagen, una intuición; y
crecen como zigotos, orgánicamente, célula a célula, diferenciándose en tejidos
y estructuras cada vez más complejas, hasta llegar a convertirse en una
criatura completa y a menudo inesperada.
El
arte de fingir dolor
Marie Curie. Siempre me
resultó una mujer fascinante, cosa que por otra parte le ocurre a casi todo el
mundo, porque es un personaje anómalo y romántico que parece más grande que la
vida. Una polaca espectacular que fue capaz de ganar dos premios Nobel, uno de
Física en 1903 junto con su marido, Pierre Curie, y otro de Química, en 1911,
en solitario.
El
arte de fingir dolor
Vivimos tiempos
radiactivos.
El
arte de fingir dolor
Para poder escribir una
novela, para aguantar las tediosas y larguísimas sentadas que ese trabajo
implica, mes tras mes, año tras año, la historia tiene que guardar burbujas de
luz dentro de tu cabeza. Escenas que son islas de emoción candente. Y es por el
afán de llegar a una de esas escenas que, no sabes por qué, te dejan tiritando,
por lo que atraviesas tal vez meses de soberano e insufrible aburrimiento al
teclado.
El
arte de fingir dolor
Por cierto que cada
novela tiene pocas perlas: con suerte, con muchísima suerte, tal vez diez. Pero
incluso puedes apañártelas con cuatro o cinco, si son lo suficientemente
poderosas para ti, si son embriagadoras, si las sientes tan grandes que no te
caben dentro del pecho y te dices: yo esto tengo que contarlo. Porque, de no
hacerlo, presumes que la escena estallaría en tu interior y terminarías sacando
chorros de vapor por las narices.
El
arte de fingir dolor
Al perder la escritura
perdí el nexo con la vida.
El
arte de fingir dolor
Sentía una atonía, una
distancia con la realidad, una grisura que lo apagaba todo, como si no fuera
capaz de emocionarme con lo que vivía si no lo elaboraba mentalmente por medio
de palabras.
El
arte de fingir dolor
Tal vez el escritor sea
un tipo más o menos tarado que es incapaz de sentir su propio dolor si no finge
o construye con palabras sobre ello. Con esas palabras que colocan, que
completan, que consuelan, que calman, que te hacen consciente de estar viva.
Vaya, todos los términos me han salido con C. Extraordinario. El ciego tintineo
del cerebro.
El
arte de fingir dolor
El texto del que quería
que hablara era el diario de Marie Curie, poco más de una veintena de páginas
redactadas a lo largo de doce meses después de la muerte de su marido, que
falleció a los cuarenta y siete años atropellado por un coche de caballos.
El
arte de fingir dolor
No estoy hablando de
teorías feministas, sino de intentar desentrañar cuál es el #LugarDeLaMujer en
esta sociedad en la que los lugares tradicionales se han borrado (también anda
perdido el hombre, desde luego, pero que ese pantano lo explore un varón).
El
arte de fingir dolor
A veces tengo la
sensación de que uno se mueve en la vida dando siempre vueltas por los mismos
lugares, como en un desconcertante Juego de la Oca.
El
arte de fingir dolor
Marie Curie Fue la
primera en tantos frentes que resulta imposible enumerarlos. Una pionera
absoluta. Un ser distinto.
El
arte de fingir dolor
¿Cómo conquistó esa
polaca sin apoyos ni dinero todo eso, tan temprano, tan sola, tan a contrapelo?
Fue una mujer nueva. Una guerrera. Una #Mutante.
El
arte de fingir dolor
El verdadero dolor es
indecible. Si puedes hablar de lo que te acongoja estás de suerte:
La
ridícula idea de no volver a verte
Porque la característica
esencial de lo que llamamos locura es la soledad, pero una soledad monumental.
Una soledad tan grande que no cabe dentro de la palabra soledad y que uno no
puede ni llegar a imaginar si no ha estado ahí. Es sentir que te has
desconectado del mundo, que no te van a poder entender, que no tienes #Palabras
para expresarte. Es como hablar un lenguaje que nadie más conoce. Es ser un
astronauta flotando a la deriva en la vastedad negra y vacía del espacio
exterior. De ese tamaño de soledad estoy hablando.Y resulta que en el verdadero
dolor, en el dolor-alud, sucede algo semejante. Aunque la sensación de
desconexión no sea tan extrema, tampoco puedes compartir ni explicar tu
sufrimiento.
La
ridícula idea de no volver a verte
Pero cómo, ¿no voy a
verlo más? ¿Ni hoy, ni mañana, ni pasado, ni dentro de un año? Es una realidad
inconcebible que la mente rechaza: no verlo nunca más es un mal chiste, una
idea ridícula.
La
ridícula idea de no volver a verte
Después de la muerte de
Pablo, yo también me descubrí durante semanas pensando: «A ver si deja ya de
hacer el tonto y regresa de una vez», como si su ausencia fuera una broma que
me estuviera gastando para fastidiarme, como a veces hacía.
La
ridícula idea de no volver a verte
El sufrimiento agudo es
como un rapto de locura
La
ridícula idea de no volver a verte
Portarse bien» en el
duelo. #HacerLoQueSeDebe. Vivimos tan enajenados de la muerte que no sabemos
cómo actuar. Tenemos un lío enorme en la cabeza. A mí me sucedió que tomé mi
duelo como una enfermedad de la que había que curarse cuanto antes. Creo que es
un error bastante común, porque en nuestra sociedad la muerte es vista como una
anomalía y el duelo, como una patología: «Hablamos constantemente de muertes
evitables, como si la muerte pudiera prevenirse, en vez de posponerse», dice la
doctora Iona Heath en su libro Ayudar a morir.
La
ridícula idea de no volver a verte
En los primeros días, la
gente te dice: «Llora, llora, es muy bueno», y es como si dijeran: «Ese absceso
hay que rajarlo y apretarlo para que salga el pus». Y precisamente en los
primeros momentos es cuando menos ganas tienes de llorar, porque estás en el
shock, extenuada y fuera del mundo. Pero después, enseguida, muy pronto, justo
cuando tú estás empezando a encontrar el caudal aparentemente inagotable de tu
llanto, el entorno se pone a reclamarte un esfuerzo de vitalidad y de
optimismo, de esperanza hacia el futuro, de recuperación de tu pena. Porque se
dice precisamente así: Fulano aún no se ha recuperado de la muerte de Mengana.
Como si se tratara de una hepatitis (pero no te recuperas nunca, ese es el
error: uno no se recupera, uno se reinventa).
La
ridícula idea de no volver a verte
la vida es tan tenaz, tan
bella, tan poderosa, que incluso desde los primeros momentos de la pena te
permite gozar de instantes de alegría: el deleite de una tarde hermosa, una risa,
una música, la complicidad con un amigo. Se abre paso la vida con la misma
terquedad con la que una plantita minúscula es capaz de rajar el suelo de
hormigón para sacar la cabeza. Pero, al mismo tiempo, la pena también sigue su
curso. Y eso es lo que nuestra sociedad no maneja bien: enseguida escondemos o
prohibimos tácitamente el sufrimiento.
La
ridícula idea de no volver a verte
Confieso que, durante
muchos años, consideré que era una indecencia hacer un uso artístico del propio
dolor.
La
ridícula idea de no volver a verte
Aunque en mis novelas yo
huya con especial ahínco de lo autobiográfico, simbólicamente siempre me estoy
lamiendo mis más profundas heridas. En el origen de la creatividad está el
sufrimiento, el propio y el ajeno. El verdadero dolor es inefable, nos deja
sordos y mudos, está más allá de toda descripción y todo consuelo. El verdadero
dolor es una ballena demasiado grande para poder ser arponeada. Y sin embargo,
y a pesar de ello, los escritores nos empeñamos en poner #Palabras en la nada.
Arrojamos #Palabras como quien arroja piedrecitas a un pozo radiactivo hasta
cegarlo.
Yo ahora sé que escribo
para intentar otorgarle al Mal y al Dolor un sentido que en realidad sé que no
tienen. Clapton y Allende utilizaron el único recurso que conocían para poder
sobrellevar lo sucedido.
El arte es una herida
hecha luz, decía Georges Braque. Necesitamos esa luz, no sólo los que
escribimos o pintamos o componemos música, sino también los que leemos y vemos
cuadros y escuchamos un concierto. Todos necesitamos la belleza para que la
vida nos sea soportable. Lo expresó muy bien Fernando Pessoa: «La literatura,
como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta». No basta,
no. Por eso estoy redactando este libro. Por eso lo estás leyendo.
La
ridícula idea de no volver a verte
Ella no iba a terminar
encerrada en la triste jaula de lo doméstico.
Una
joven estudiante muy sabia
Los ambientes
revolucionarios siempre han sido favorables al avance de las mujeres; los
momentos socialmente anómalos dejan fisuras en el entramado convencional por
donde se escapan los espíritus más libres. Quiero decir que, por esas paradojas
de la vida, es posible que la represión rusa ayudara a Marie a romper los
prejuicios machistas de la época; unidos por la resistencia nacionalista, los
hombres y las mujeres polacos eran sin duda más iguales.
Pájaros
con las pechugas palpitantes
En Nada (1944), la
maravillosa novela escrita en estado de gracia por Carmen Laforet, precisamente:
ella sabía que tenía un talento literario descomunal, y su #Ambición estaba a
la par de ese talento; pero no tuvo fuerza psíquica suficiente para sostener
sus aspiraciones en medio del machismo ramplón de la posguerra española. No
volvió a escribir nada de la valía de su primera novela, y de hecho escribió
muy poco más. Se quebró. Se derrumbó. Laforet sí terminó envejecida y oscura y
con la pechuga palpitando de impotencia y asfixia.
Pájaros
con las pechugas palpitantes
El mayor problema de la
mujer occidental consistía en no saber vivir para su propio deseo: siempre
vivía para el deseo de los demás, de los padres, de los novios, de los maridos,
de los hijos, como si sus aspiraciones personales fueran secundarias,
improcedentes y defectuosas.
Pájaros
con las pechugas palpitantes
Cuando pasa el tiempo y
vemos que nuestro hombre no muda a Superhombre, empezamos a sentir una
frustración y un rencor desatinados. Apagamos los focos de nuestros ojos, esos
reflectores con los que antes les iluminábamos como si fueran las grandes
estrellas de nuestra película; y empezamos a observarlos con desprecio y
desilusión, como si fueran garrapatas.
Pájaros
con las pechugas palpitantes
Las penas de amor abren
insospechados abismos, espasmos de agonía que creo que en realidad se refieren
a otra cosa, que van más allá de la historia amorosa concreta, que conectan con
algo muy básico de nuestra construcción emocional. Con la piedra maestra en la
que se asienta el edificio que somos. El desamor derrumba y derrota.
Pájaros
con las pechugas palpitantes
La infancia es un lugar
al que no se puede regresar (y por lo general tampoco quieres hacerlo: yo desde
luego jamás volvería) pero del que en realidad nunca se sale. «El niño es el
padre del hombre», decía Wordsworth en un célebre verso, y tenía razón: la
infancia nos forja y lo que somos hoy hunde sus raíces en el pasado. Dicen que
la Humanidad se puede dividir entre aquellos cuya infancia fue un infierno, en
cuyo caso siempre vivirán perseguidos por ese fantasma, y aquellos que
disfrutaron de una niñez maravillosa, que lo tienen aún mucho peor porque
perdieron para siempre el paraíso. Bromas aparte (¿o quizá no sea una broma?),
la infancia es una etapa morrocotuda. Toda esa fragilidad, esa indefensión, esa
intensidad en las emociones; además de la imaginación febril, el tiempo eterno
y una necesidad de cariño tan desesperada como la que siente el náufrago que
agoniza de sed por un vaso de agua. En la infancia siempre estamos a punto de
morir, metafóricamente hablando. O, al menos, de que mueran o resulten
mutiladas algunas de nuestras ramas. Crecemos como bonsáis, torturados y
podados y empequeñecidos por las circunstancias, las convenciones, los
prejuicios culturales, los imperativos sociales, los traumas infantiles y las
expectativas familiares. #HonrarALosPadres.
El
fuego doméstico del sudor y la fiebre
Pablo es el más pequeño,
el que asoma al fondo con la cabeza ladeada. Tenía diez años recién cumplidos.
Y el caso es que ya estaba todo él ahí, pero con la inocencia y la ignorancia
de lo que después le llegaría en la vida. Es extraño: desde que murió no sólo
echo de menos su presencia, seguir viviendo con él y verle envejecer, sino que
también añoro su pasado. Las muchas vivencias que no conocí. Esta niñez, esta
tarde de verano en un barquito. Querría poderme beber, como un vampiro, todos
sus momentos de felicidad.
El
fuego doméstico del sudor y la fiebre
Nuestras camas son tan
importantes! En ocasiones, aunque cada día menos, serán el escenario de nuestra
muerte. Y, en cualquier caso, son el cobijo de nuestra desnudez más absoluta, y
no me estoy refiriendo sólo a la falta de ropa.
El
fuego doméstico del sudor y la fiebre
La normalidad es un marco
convencional que homogeneiza a los humanos, como ovejas encerradas en un
aprisco; pero, si miras desde lo suficientemente cerca, todos somos distintos.
Elogio
de los raros
Muchas mujeres temen que
sus necesidades emocionales puedan restarles independencia. Cuando tu
independencia te ha costado tantísimo como le costó a Marie, tiendes a
convertirte en una gallina clueca que, sentada sobre el pequeño huevo de su
libertad, arrea picotazos a cuantos se acercan. Me ha sucedido incluso un poco
a mí, pese a que mis circunstancias son infinitamente más favorables, así que
entiendo su miedo.
Elogio
de los raros
«Cuanto más se envejece,
más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un
estado de gracia».
Marie
Curieen una carta a su hija Iréne , Elogio de los raros
Claro que luego está la
memoria involuntaria. Me refiero a la memoria proustiana, esa que evocan las
magdalenas por carambola. Es extraordinario, porque, cuando se te muere alguien
con quien has convivido mucho tiempo, no sólo te quedas tú tocado de manera
indeleble, sino que también el mundo entero queda teñido, manchado, marcado por
un mapa de lugares y costumbres que sirven de disparadero para la evocación, a
menudo con resultados tan devastadores como el estallido de una bomba. Y así,
un día estás viendo con toda tranquilidad una revista cuando das la vuelta a
una página y zas, te das de bruces con la fotografía de una de las maravillosas
iglesias de madera medievales de Noruega, sí, aquellas increíbles
construcciones rematadas por dragones que más parecían salidas de un pasado
vikingo que del cristianismo. Y tú has estado ahí con él en aquel viaje a
Noruega delicioso, estuvisteis justamente ahí, ante esta bellísima iglesia de
Borgund, absortos, entusiasmados y felices. Juntos. Vivos. Buuuuuummmm, estalla
la bomba del recuerdo en tu cabeza, o quizá en tu corazón, o en tu garganta.
Puro terrorismo emocional.
Elogio
de los raros
La vida fluía, tan
normal, y, de pronto, el abismo.
Aplastando
carbones con las manos desnudas
Ligereza, maravillosa
virtud existencial que consiste en saber vivir el presente con plenitud serena.
Aplastando
carbones con las manos desnudas
Cuando uno se libera del
espejismo de la propia importancia, todo da menos miedo.
Aplastando
carbones con las manos desnudas
Para vivir tenemos que
narrarnos; somos un producto de nuestra imaginación. Nuestra memoria en
realidad es un invento, un cuento que vamos reescribiendo cada día (lo que
recuerdo hoy de mi infancia no es lo que recordaba hace veinte años); lo que
quiere decir que nuestra identidad también es ficcional, puesto que se basa en
la memoria. Y sin esa imaginación que completa y reconstruye nuestro pasado y
que le otorga al caos de la vida una apariencia de sentido, la existencia sería
enloquecedora e insoportable, puro ruido y furia. Por eso, cuando alguien
fallece, como bien dice la doctora Heath, hay que escribir el final. El final
de la vida de quien muere, pero además el final de nuestra vida en común.
Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas
necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de
maleza. Y hay que tallar ese relato redondo en la piedra sepulcral de nuestra
memoria.
Aplastando
carbones con las manos desnudas
La creatividad es
justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza. El
arte en general, y la literatura en particular, son armas poderosas contra el
Mal y el Dolor.
Una
cuestión de deditos
Es verdaderamente
prodigioso es que su vida pudiera dar para tanto.
Una
cuestión de deditos
Es algo que, de alguna
manera, nos sucede a todas. De nuevo es un problema del #Lugar, del maldito y
borroso espacio propio que tenemos que encontrar las mujeres. Un #Lugar social,
pero también un #Lugar íntimo. Qué angustiosa confusión entre el propio deseo y
los deberes heredados.
Una
cuestión de deditos
Su condición de mujer era
algo en lo que no se pensaba jamás.
Una
cuestión de deditos
Existe un dios de los
novelistas. O una diosa.
Pero
me esfuerzo
Sólo siendo absolutamente
libre se puede bailar bien, se puede hacer bien el amor y se puede escribir
bien.
Pero
me esfuerzo
Se drogaba con el trabajo
Una
sonrisa ferozmente alentadora
Anonadante indiferencia
con que la vida continúa después del fallecimiento de alguien querido. Pero
cómo, ¿el mundo sigue igual sin él? Tu cabeza lo entiende, pero tu corazón se
queda atónito.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
Esa mirada de ternura, de
sorpresa y deseo.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
No hay nada que avive
tanto la pasión como la sensación de que el amado se nos escapa.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
A veces las relaciones
que se cimentan en el daño son más persistentes que las que se basan en el
amor.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
Y aquí hay que hacer un
punto y aparte para hablar de la #DebilidadDeLosHombres, una gran verdad que
todas conocemos pero ninguna menciona.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
Cuántas veces mentimos
las mujeres a los hombres; en cuántas ocasiones fingimos saber menos de lo que
sabemos, para que parezca que ellos saben más; o les decimos que les
necesitamos para algo, aunque no sea cierto, sólo para hacerles sentir bien; o
les adulamos descaradamente para celebrar cualquier pequeño logro. Y hasta nos
resulta enternecedor constatar que, por muy exagerada que sea la lisonja, nunca
se dan cuenta de que les estamos dando coba, porque en verdad necesitan oír
esos halagos, como esos adolescentes que precisan de un apoyo extra para poder
creer ensí mismos. Sí: son capaces de ir al frente a combatir en guerras
espantosas; de arriesgar la vida subiendo al Everest; de atravesar selvas
procelosas para encontrar las fuentes del Nilo; pero, en lo emocional, en lo
sentimental, en la realidad de cada día, los hombres nos parecen francamente
#Débiles.
Una
sonrisa ferozmente alentadora
Decidió envejecer.
Una sonrisa ferozmente
alentadora
El tiempo, el dinero, el
esfuerzo y espacio invertidos en construir para los muertos hubieran podido
mejorar bastante la vida de los vivos. Aunque, si se piensa bien,
Unas
viejas alas que se deshacen
«Morir es parte de la
vida, no de la muerte: hay que vivir la muerte», dice con deslumbrante
sencillez la doctora Iona Heath.
Unas
viejas alas que se deshacen
Hasta en la muerte puede
haber belleza, si sabemos vivirla.
Unas
viejas alas que se deshacen
Soy una gran aficionada a
las biografías: son cartas de navegación de la existencia que nos avisan de los
escollos y de los bajíos que nos esperan. He leído cientos de ellas, y hay algo
que siempre se repite y que me resulta bastante desolador. Resulta que el
periodo de la infancia de los biografiados suele ocupar un amplio espacio;
luego vienen la juventud y la madurez, que, naturalmente, abarcan montones y
montones de hojas. Pero llega un momento del relato de sus vidas en donde, de
repente, todo parece vaciarse o acelerarse o comprimirse. Quiero decir que,
salvo que mueran jóvenes, cuando se alcanza la vejez se diría que lo que les
sucede interesa muy poco.
La
última vez que uno sube a una montaña
Una biografía de esas
gruesas y minuciosas, pongamos de seiscientas páginas, y a lo mejor los treinta
últimos años de la vida de una mujer que llegó a nonagenaria resulta que se
despachan en menos de veinte hojas.
La
última vez que uno sube a una montaña
Ese tiempo deshilachado y
aparentemente insustancial del que los biógrafos no encuentran nada relevante
que contar.
La última vez que uno
sube a una montaña
Minna Keal tenía ochenta
años. A partir de entonces, y hasta su muerte, sucedida una década después, «Creí
que estaba llegando al final de mi vida, pero ahora siento como si estuviera
empezando. Es como si estuviera viviendo mi vida al revés», dijo tras estrenar
en los Proms.
La
última vez que uno sube a una montaña
No existe una sola vida
sin su cuota de mugre, aunque sea en proporciones pequeñas.
La
última vez que uno sube a una montaña
Salvo en las óperas y los
melodramas, la muerte es un anticlímax.
La
última vez que uno sube a una montaña
Los personajes de ficción
son las marionetas del inconsciente.
Escondido
en el centro del silencio
No es fácil saber dónde
pararse, hasta dónde es lícito contar y hasta dónde no, cómo manejar la
sustancia siempre radiactiva de lo real.
Escondido
en el centro del silencio
Poder llegar a analizar
la propia vida como si estuvieras hablando de la de otro.
Escondido en el centro
del silencio
Pero la literatura, o el
arte en general, no puede alcanzar esa zona interior. La literatura se dedica a
dar vueltas en torno al agujero; con suerte y con talento, tal vez consiga
lanzar una ojeada relampagueante a su interior. Ese rayo ilumina las tinieblas,
pero de forma tan breve que sólo hay una intuición, no una visión. Y, además,
cuanto más te acercas a lo esencial, menos puedes nombrarlo. El tuétano de los
libros está en las esquinas de las palabras. Lo más importante de las buenas
novelas se agolpa en las elipsis, en el aire que circula entre los personajes,
en las frases pequeñas.Por eso creo que no puedo decir nada más sobre Pablo: su
lugar está en el centro del silencio.
Escondido
en el centro del silencio
Creo que nuestra
percepción lineal del tiempo lo empeora todo. Einstein dijo ya hace mucho que
el tiempo y el espacio eran curvos, pero nosotros seguimos viviendo los minutos
como una secuencia (y una consecuencia) inexorable. En su raro y conmovedor
libro Un hombre afortunado, publicado en 1966, John Berger.
El
canto de una niña
¿Por qué el suicidio va
tener que ensuciar todo su pasado? Pero tendemos a ver las cosas así: si
alguien se suicida, es como si toda su vida fuera una tragedia. Si alguien
tiene una vejez solitaria, precaria e infeliz, es como si las tinieblas
impregnaran toda su existencia. Pero no es así. Lo que vivió, lo vivió. Antes
de que llegara el invierno, la cigarra disfrutó de una vida fantástica,
mientras que la existencia de la hormiga siempre fue bastante tediosa. Además,
de todos modos el periodo vital de los insectos es muy breve, o sea que, ¡hurra
por la cigarra! Por lo menos tendría unas memorias alegres, una narración
hermosa que contarse.
El
canto de una niña
la #Felicidad es
minimalista. Es sencilla y desnuda. Es una casi nada que lo es todo.
El
canto de una niña
Con esa contumacia con
que las parejas veteranas nos repetimos las pequeñas cosas que nos obsesionan.
El
canto de una niña
A veces me pregunto en
qué pensará uno antes de morir; qué recuerdos escogerá como resumen para
narrarse.
El
canto de una niña
Pero no te olvides de la
felicitación navideña que escribió a su hija Irène y a Frédéric en diciembre de
1928. Ya te he citado parte, pero ahora transcribiré unas líneas más:
Cuanto más se envejece,
más se siente que saber gozar del presente es un don precioso, comparable a un
estado de gracia.
El canto de una niña
Y ahora dime: ¿No has
sentido nunca la insidiosa tentación de dejar de ser quien eres? ¿De liberarte
de ti mismo? Pero no hace falta ser tan drástico y tan loco como Wakefield:
bastaría con ir soltando lastre. Con irse desnudando de las capas superfluas.
Fuera la dictadura de #HacerLoQueSeDebe. Adiós a la #Ambición esclavizante y a
la inseguridad torturadora (estas dos son pareja). Se acabó la #Culpabilidad y
el ciego mandato de #HonrarALosPadres.
Al final, en efecto, es una
cuestión de narración. De cómo nos contamos a nosotros mismos. Aprender a vivir
pasa por la #Palabra. Recuerda los asombrosos resultados de ese estudio según
el cual los separados y divorciados están más deprimidos que los viudos. ¿Qué
les falta a los primeros? Desde luego no la persona amada, sino una narración
convincente y redonda. Un relato consolador que les dé sentido. Todos los
humanos somos novelistas y, por consiguiente, yo soy redundante porque además
me dedico a escribir. Hago novelas cuyas peripecias no tienen nada que ver
conmigo, pero que representan fielmente mis fantasmas; y ahora que con este
libro he intentado decir siempre la verdad, quizá haya terminado haciendo en
realidad mucha más ficción. Porque, como dice Iona Heath, «hallar sentido en el
relato de una vida es un acto de creación».
Siempre pensé, y lo he
escrito alguna vez, que la vejez es una edad heroica.
El
canto de una niña
Según un conocido refrán
norteamericano, «hacerse mayor no es para blandengues»
Con la edad podamos
aprender a escribirnos mejor: a fin de cuentas la novela es un género de
madurez. Y Creo que, si tienes suficiente dinero para pagar las necesidades
básicas, y suficiente salud para ser autónomo, ser mayor te puede liberar de ti
mismo.
El
canto de una niña
la #Felicidad dibuja una
estable y firme curva en forma de U a lo largo de la vida. Es decir, hombres y
mujeres de todas las sociedades dicen sentirse más felices en la juventud y en
la vejez, mientras que el momento más difícil de la existencia está entre los
cuarenta y los cincuenta años.
El
canto de una niña
Quizá los humanos estemos
tópicamente acostumbrados a fijarnos sólo en los grandes hechos, en los actos
pesados, en la solemnidad y en el afán.
El
canto de una niña
Supongo que hace falta
vivir mucho, y lograr aprender de lo vivido, para llegar a comprender que no
hay nada tan importante ni tan espléndido como el canto de una niña bajo una
higuera.
El
canto de una niña
Tres libros formidables
que cito en mi texto: Un hombre afortunado, de John Berger, en Alfaguara,
Madrid, 2008; Ayudar a morir, de la doctora Iona Heath, en Katz difusión,
Madrid, 2008, y El enterrador, de Thomas Lynch, en Alfaguara, Madrid, 2004. Agradecimientos