Cayendo constantemente en la misma trampa, antes de ser plenamente consciente de ello, me encuentro a mi mismo preguntándome por qué alguien me ha hecho daño, por qué me ha rechazado, o por qué no me ha prestado atención. Sin darme cuenta, me veo obsesionado por el éxito, por mi soledad, y por la forma en que el mundo abusa de mí. A pesar de mis constantes esfuerzos a menudo me encuentro soñando despierto, soñando que soy rico, poderoso y muy famoso. Todos estos juegos mentales me revelan la fragilidad de mi fe en que soy “el hijo amado” aquél en quien descansa el favor de Dios. Tengo tanto miedo a no gustar, a que me censuren, a que me dejen de lado, a que no me tengan en cuenta, que constantemente estoy inventando estrategias nuevas para defenderme y asegurarme el amor que creo que necesito. Y al hacerlo, me alejo más y más de la casa de mi padre y elijo vivir en un “país lejano”.
Henri J. M. Nouwen; El Regreso del Hijo Pródigo, Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, primera edición 1994, PPC Editorial, 30ª edición, Madrid, 2004, p. 46.
La cuestión es la siguiente: “¿A quién pertenezco? ¿A Dios o al mundo?” Muchas de mis preocupaciones diarias me sugieren que pertenezco más al mundo que a Dios. Una pequeña crítica me enfada, y un pequeño rechazo me deprime. Una pequeña oración me levanta el espíritu y un pequeño éxito me emociona. Me animo con la misma facilidad que me deprimo. A menudo soy como una pequeña barca en el océano, completamente a merced de las olas. Todo el tiempo y energía que gasto en mantener cierto equilibrio y no caer, me demuestra que mi vida es, sobre todo, una lucha por sobrevivir: no una lucha sagrada, sino una lucha inquieta que surge de la idea equivocada de que el mundo es quién da sentido a mi vida.
Henri J. M. Nouwen; El Regreso del Hijo Pródigo, Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, primera edición 1994, PPC Editorial, 30ª edición, Madrid, 2004, p. 47.
Mientras sigo corriendo por todas partes preguntando: “¿Me quieres? ¿Realmente me quieres?”, concedo todo el poder a las voces del mundo y me pongo en la posición del esclavo, porque el mundo está lleno de “síes”. El mundo dice: “Si, te quiero si eres guapo, inteligente y gozas de buena salud. Te quiero si tienes una buena educación, un buen trabajo y buenos contactos. Te quiero si produces mucho, vendes mucho y compras mucho.” Hay interminables “síes” escondidos en el amor del mundo. Estos “síes” me esclavizan, porque es imposible responder de forma correcta a todos ellos. El amor del mundo es y será siempre condicional. Mientras siga buscando mi verdadero yo en el mundo del amor condicional, seguiré “enganchado” al mundo, intentándolo, fallando, volviéndolo a intentar. Es un mundo que fomenta las adicciones porque lo que ofrece no puede satisfacerme en lo profundo de mi corazón.
Adicción es probablemente la palabra que mejor explica la confusión que impregna tan profundamente la sociedad contemporánea. Nuestras adicciones nos hacen agarrarnos a lo que el mundo llama las claves para la realización personal: acumulación de poder y riquezas; logro de status y admiración; derroche de comida y bebida, y la satisfacción sexual sin distinguir entre lujuria y amor. Estas adicciones crean expectativas que no consiguen más que fracasar nuestras necesidades más profundas. A medida que vamos viviendo en un mundo de engaños, nuestras adicciones nos condenan a búsquedas inútiles en el “país lejano” obligándonos a afrontar constantes desilusiones mientras seguimos sin realizarnos. En estos tiempos de crecientes adicciones, nos hemos ido muy lejos de la casa del Padre.
Henri J. M. Nouwen; El Regreso del Hijo Pródigo, Meditaciones ante un cuadro de Rembrandt, primera edición 1994, PPC Editorial, 30ª edición, Madrid, 2004, p. 47-48.