Había despertado en él un hormigueo de
tiempos idos que aplazaba la urgencia de los negocios del día, invitándolo a
interrumpir esa implacable rutina de lugares comunes y gestos calculados que
garantiza el diario bienestar de la gente como él.
Tuvo que hacer acopio de todo su poder
de concentración para arrinconar al ratón hambriento que desde hacía un tiempo
roía el queso blando de su memoria. Quería recomponer el escenario para ubicar
esa voz de mujer: recuperar cada instante, cada olor, cada tonalidad del cielo…
Si pudiera rescatar al menos algún olor,
un color siquiera.
No pudo acordarse de nada en concreto,
pero sí, dichosamente, de todo en abstracto-
Les pidió disculpas por el momentáneo
aplazamiento: en ese instante de inspiración no podía atenderlos; le resultaba
indispensable borrar toda interferencia.
Muchas veces me he preguntado por qué la
llamaría justamente ese día, si hasta el anterior ni se le había pasado por la
cabeza. Hacerlo. ¿Por qué de repente volvía a sentirla indispensable y cercana,
si cuatro decenios de buen matrimonio con otra mujer admirable habían hecho
que, hasta ahora, sólo en las veladas del Automático la recordara?
Juego agridulce de rememorar viejos
amoríos
Importantes momentos vividos
Es entonces cuando interviene el destino
para alterar el cuadro
La sonata Claro de Luna, el canon de
Pachelbel y el Adagio de Albinoni hacían parte de su noción domesticada de
felicidad.
Una suerte de pequeño ritual íntimo
Estuvo inquieto y ausente a lo largo de
la semana, como si no se encontrara a gusto dentro de su propio pellejo, y ya
empezaba a preocuparse por esa absurda e insistente comezón mental que le
estorbaba en sus relaciones familiares y laborales, cuando cayó en cuenta de
que sólo le pondría alivio si la llamaba de nuevo.
Es obvio que durante todos estos meses Escuchar
a Eloísa se le había convertido a Luicé en un bálsamo contra los peculiares
atropellos que a un hombre de su condición le impone el ingreso a la vejez
Pero de ahí a arriesgar lo que había
construido durante toda una vida por irse a recorrer el Nilo con una antigua
novia, había un abismo que ni remotamente estaba dispuesto a franquear.
Fronteriza edad
Darse el gusto de ser irresponsable.
Debió pasar horas devanándose los sesos
en busca de la manera más amable de negársele a Eloísa, sin ofenderla ni
parecer patán, y en cambio tardó sólo dos minutos improvisando ante su esposa
la primera gran mentira
de su vida conyugal.
Ciertamente Solita, Florence Nightingale
de todos sus achaques, no era personaje que él pudiera deslumbrar con renovados
trucos de seducción y magia. Para eso eran indispensables un escenario de
estreno, una función de gala y una mujer bella y extraña que alumbrara el
instante y que desapareciera sin dejar rastro antes de que se rompiera el hechizo,
al sonar las doce campanadas.
La ineludible cadena de consecuencias
que se desprenden de un acto equivocado; había cometido un error al tomar ese
avión, o quizá meses antes, al llamar a Eloísa por primera vez, y era demasiado
viejo para no conocer cierta ley de la realidad según la cual todo camino
recorrido requiere tantos pasos de ida como de vuelta.
El pequeño Triángulo de las Bermudas que
se había formado en ese brutal cruce de pasado y presente devoraba todas las
identidades: la señora del pelo rojo no era Eloísa, como tampoco era él este
señor que caminaba entre sus propios zapatos, ni era suya esta voz que le devolvía
un eco ajeno, ni las palabras que le salían directamente de la lengua, sin
pasar antes por su inteligencia.
Eloísa —esta Eloísa apócrifa de ahora—
lo abrumaba con explicaciones no pedidas sin intuir siquiera hasta qué punto
era irracional y oscuro, e independiente de ella, el verdadero motivo por el
cual él había venido: buscar una prórroga para el plazo de sus días. No creo
que ni él mismo lo supiera a ciencia cierta, pero era por eso que estaba aquí,
por recuperar juventud, por ganar tiempo, y ella le estaba fallando
aparatosamente. Eloísa, sagrada e inmutable depositaria de un pasado idílico,
se le presentaba en cambio, como por obra de un maleficio, convertida en fiel
espejo del paso de los años.
Dos personas que sólo tenían en común el
recuerdo de un recuerdo.
Yo, que siempre encontré más real el
olor a rosas invisibles que las rosas mismas; yo, que no supe matar de amor a
ninguna panadera, ni hacer gritar de placer a las putas de Magangué: yo sí
hubiera adivinado en la Eloísa joven A la mujer espléndida que con los años
sería, y hubiera amado en la Eloísa vieja a la joven que fue.
Eloísa la chilena, quien durante una
semana logró escabullirse de las tripas golosas de ese pasado que con sus
ácidos gástricos nos va digiriendo y convirtiendo en sobras. Eloísa, preferida
mía, que supo colarse en la contundencia del hoy, tanto más vital y real que
Luicé o que yo, encarnada en todo el esplendor y el desatino de su pelo pintado
de rojo y su vestido de seda lila.
Pero intuyo que logró salirse con la
suya, al redondear según su soberana voluntad de mujer resuelta un viejo
capítulo que había quedado en punta por imposición familiar. Esta segunda vez,
el desenlace no fue forzado ni teatral como entonces; se desgajó por su propio
peso y cayó amortizado por un cierto aplomo de viejos actores que saben que los
papeles principales ya no les corresponden. Lo que Eloísa y Luicé no podían
prometerse el uno al otro lo tramaron en el penúltimo atardecer de neón de la
Florida, medio en sueños medio en juegos, para sus hijos Alejandra y Juan
Emilio, de quienes conversaron obsesivamente, ingeniando situaciones
hipotéticas para presentarlos, trucos para deshacerse de Nikos, pretextos para
que Juan Emilio viajara a Suiza; fantasiosas estratagemas, en fin, para
cederles esos días futuros de los cuales ellos mismos no podían disponer para
sí.
Cerrar una despedida que se sabía para
siempre.
Burlándose del gusto de él y desoyendo
sus sugerencias, Eloísa escogió, después de probarse más de diez, una costosa y
discreta de color blanco perlado con sutiles arabescos en un blanco mate, de
corte clásico y manga larga, que hizo envolver en papel fino y colocar entre una
caja.
Era demasiado viejo para no conocer
cierta ley de la realidad según la cual todo camino recorrido requiere tantos
pasos de ida como de vuelta.
Es la primera vez en toda tu vida que me
traes de un viaje un regalo que me guste, que se adecué a mi edad y que me
quede bien al cuerpo. Yo misma no la habría comprado distinta. Si no tuviera
una confianza ciega en ti, juraría que esta blusa la escogió otra mujer. Él
sonrió entre las cobijas, arropándose en la tibieza de una paz indulgente. Un
poco más tarde, antes de caer dormido, mientras acompasaba su corazón a los
hondos latidos del Adagio, supo que Albinoni le hacía señas y lo invitaba a
cruzar, liviano ya de reticencias y temores, el umbral que conduce a las mansas
praderas de la vejez. —El Adagio es tuyo, viejo Albinoni —debió pensar, con clara
convicción—. Tuyo y de nadie más.
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