martes, 16 de octubre de 2018

Nathaniel Hawthorne; El Artista de lo Bello


Su objetivo era siempre la elegancia y la armonía, y nunca la prosaica utilidad.

El espíritu de Owen era afín a lo microscópico, y tendía de manera natural a lo diminuto, de acuerdo con su estructura reducida y la asombrosa pequeñez y la fuerza delicada de sus dedos.

La idea de la belleza no tiene ninguna relación con el tamaño, y puede ser desarrollada a la perfección tanto en un área diminuta que precise de la investigación microscópica, como en el amplio espacio que delimita el arcoíris.

Los parientes del muchacho no vieron nada mejor que hacer con él —tal vez, no sin motivo— que ponerlo de aprendiz con un relojero, esperando que su extraño ingenio pudiera ser así regulado y puesto al servicio de objetivos más útiles.

Uno de sus proyectos más racionales fue conectar un dispositivo musical con la maquinaria de sus relojes, de manera que las ásperas disonancias de la vida pudieran volverse melodiosas, y que cada momento efímero de la existencia cayera en el abismo del pasado en gotas doradas de armonía.

Es así como las ideas que crecen en la imaginación y que a esta le parecen tan atractivas y de valor superior a lo que los hombres pueden estimar valioso, se exponen a ser sacudidas y aniquiladas por el contacto con lo práctico. Es requisito del artista ideal estar en posesión de una fuerza de carácter que parece difícilmente compatible con su delicadeza; debe mantener su fe en sí mismo mientras el mundo incrédulo lo ataca con su absoluto escepticismo; debe erigirse contra la humanidad y ser su único y propio discípulo.

¿llegarían alguna vez sus manos a plasmar la idea de lo bello como la mariposa que lo simbolizaba?

Pero, ¡ay!, el artista, sea en la poesía, o en cualquier otro ámbito, no puede contentarse con el disfrute interior de lo Bello, sino que se ve impulsado a perseguir el misterio fugaz más allá de los límites de ese dominio etéreo, y destruye su frágil presencia al encerrarlo en el ámbito de la materia. Owen Warland sentía la necesidad de dar realidad eterna a sus ideas de manera tan irresistible como cualquier de los poetas o pintores que habían adornado el mundo con una belleza tenue y ligera, copia imperfecta de sus sublimes visiones.

Cuando la parte etérea de un hombre de genio se oscurece, la parte terrenal ejerce una influencia especialmente incontrolable, pues las fuerzas del carácter se ven privadas del equilibrio con que la Providencia las ha armonizado, y que, en naturalezas más toscas, se regulan por algún otro método.

Probó todas las formas de dicha que se puedan encontrar en el exceso.

La gente de la ciudad tenía una buena explicación para todas estas excentricidades: Owen Warland se había vuelto loco. ¡Qué universalmente eficaz, y qué satisfactorio también, y reconfortante para las sensibilidades estrechas y mediocres, explicar por ese medio tan simple todo lo que sobrepasa los límites del entendimiento ordinario! Desde los días de san Pablo hasta nuestro pobre y pequeño Artista de lo Bello, siempre se ha aplicado el mismo talismán para elucidar todos los misterios en las palabras o en los hechos de quienes hablan o actúan con demasiada sabiduría.

En él iba el grito sofocado del corazón que el pobre artista reprimía en su interior.

Espiritualizar el mundo de la mecánica, y combinar con las nuevas formas de vida y movimiento así creadas, una belleza que alcanzaría el ideal que la naturaleza se había propuesto para sí en todas sus criaturas, pero que nunca se había esforzado en realizar. Sin embargo, parecía que él no conservaba una percepción muy clara del proceso para lograr ese objetivo, ni siquiera del diseño inicial.

Y allí estaba también Annie, ahora transformada en matrona, con gran parte de la naturaleza simple y robusta de su marido, pero todavía marcada, como Owen Warland seguía creyendo, por una gracia superior, susceptible de convertirla en mediadora entre la Fuerza y la Belleza.

Y bien, Owen —inquirió el viejo relojero a modo de saludo— ¿Qué pasa con lo Bello? ¿Por fin has conseguido crearlo?

Sí, lo he logrado —respondió el artista, con el rostro iluminado por una mirada triunfal y una sonrisa radiante, y sin embargo impregnado por un aire de profunda reflexión que casi le daba un todo de tristeza—. Sí, amigos, es la verdad. Lo he conseguido.

Es cuando avanzamos en la vida, cuando los objetos empiezan a perder la frescura de su color y nuestras almas su agudeza perceptiva, cuando más se necesita el espíritu de la belleza.

El artista abrió la caja de ébano e invitó a Annie a que pusiera su dedo en el borde. Así lo hizo ella, pero casi gritó cuando una mariposa salió aleteando y, posándose en la punta de su dedo, se quedó agitando la amplia magnificencia de sus alas purpúreas, moteadas de oro, como dispuesta a emprender su vuelo.

Qué hermosura! ¡Qué hermosura! —exclamó Annie—. Pero ¿está viva? Dime, ¿está viva? —¿Viva? Claro que está viva —respondió su marido—. ¿Crees que un simple mortal podría ser tan hábil como para crear una mariposa, o que se tomaría el trabajo de hacerlo, cuando cualquier niño puede atrapar decenas de ellas en una tarde de verano? ¿Viva? ¡Por supuesto que está viva! Pero sin duda esta bonita caja es creación de nuestro amigo Owen; ¡y en verdad que ese trabajo lo honra!

En aquel instante, la mariposa agitó de nuevo sus alas, con un movimiento tan perfectamente propio de la vida que Annie se asustó, e incluso se sobrecogió; pues, a pesar de la opinión de su marido, no podía determinar si se trataba, en efecto, de una criatura viva o de un maravilloso objeto mecánico.

Sí, Annie; se puede decir que posee la vida, pues ha absorbido mi propio ser; y en el secreto de esa mariposa, y en su belleza, que no es meramente externa, sino profunda como lo es todo su sistema, está representado el intelecto, la imaginación, la sensibilidad, ¡el alma de un Artista de lo Bello! Sí, yo la creé. Pero esta mariposa —y al decir esto su semblante se alteró ligeramente— no es ya para mí lo que fue cuando la contemplé desde lejos en las ensoñaciones de mi juventud.

El valor comparado de lo Bello y lo Práctico.

Convirtiendo en oro espiritual lo que era materia terrenal, había alcanzado lo Bello con el trabajo de sus manos.

Pero, para creciente asombro de Annie, cuando la punta del dedo de su padre tocó el dedo de su marido, en el que la mariposa todavía descansaba, el insecto bajó las alas y pareció estar a punto de derrumbarse al suelo. Incluso los puntos dorados de las alas, a no ser que sus ojos la engañaran, se atenuaron, la púrpura brillante de su cuerpo adquirió un tono más oscuro, y el halo estrellado que resplandecía alrededor de la mano del herrero se fue desvaneciendo hasta desaparecer por completo. —¡Se está muriendo! ¡Se muere! —gritó Annie, alarmada. —Ha sido trabajada con delicadeza —dijo el artista con tranquilidad—. Como te dije, ha absorbido una esencia espiritual, llámala magnetismo o como tú quieras. En una atmósfera de escepticismo y sarcasmo, su exquisita susceptibilidad sufre, como la sufre el alma de aquel que instiló su propia vida en ella. Ya ha perdido su belleza; ¡en unos instantes, su mecanismo quedará dañado de manera irreparable!

No, no! —murmuró Owen Warland, como si su obra pudiera entenderlo—. Ya has salido del corazón de tu amo. No hay regreso posible para ti.

Su fuerza pesada y brutal oscurece y confunde el elemento espiritual que habita en mi interior; pero también yo seré fuerte a mi manera. ¡No cederé ante él!

En cuanto a Owen Warland, contemplaba plácidamente lo que parecían ser las ruinas del trabajo de su vida, aunque, sin embargo, distaran de ser tal cosa. Owen había hecho suya otra mariposa muy distinta. Cuando el artista se elevó lo suficiente para alcanzar lo Bello, el símbolo por el cual lo había hecho perceptible a los sentidos mortales se convirtió, de hecho, en un objeto de escaso valor a sus ojos, una vez que su espíritu se poseía a sí mismo en su realidad más plena.



No hay comentarios.:

Mercedes Salisachs; El secreto de las flores

1 Y lo que es peor, el desmoronamiento se produjo de repente, sin que hubiera intervenido antes un signo de alerta, ni los ecos de aquella n...