Alberto Moravia; El desprecio
No nos juzgábamos; simplemente, nos amábamos. Capítulo Primero
Esta historia quiere explicar cómo, mientras yo seguía amándola y no juzgándola, Emilia, por el contrario, descubría o creía descubrir algunos de mis defectos, me juzgaba y, en consecuencia, dejaba de amarme.Capítulo Primero
La felicidad es tanto mayor cuanto menos se advierte.Capítulo Primero
Y ahora que me faltaba aquel amor, el trabajo perdía su significado y su justificación y adquiría a mis ojos el carácter absurdo de una simple servidumbre.Capítulo V
En una sorda y oscura atmósfera de espera. Capítulo VI
«En aquellos ojos se veía todo el amor de la mujer por su marido, y él estaba contento de sí mismo y de su propio trabajo, porque ella lo amaba. En cambio, de los ojos de Emilia hacía ya mucho tiempo que había desaparecido aquel sentimiento. Emilia no me amaba, no volvería a amarme jamás».Capítulo VI
Entonces comprendí que durante el último mes había tratado en vano de acostumbrarme todo el tiempo a una situación intolerable, pero que, en realidad, no lo había conseguido. No podía soportar más seguir viviendo de aquel modo, entre Emilia, que no me amaba, y el trabajo, que, por culpa del desamor de Emilia, no me gustaba. Y me dije de pronto: «No puedo seguir adelante de este modo. Debo hablar con Emilia de una vez por todas. Y si es necesario, separarme de ella y abandonar el trabajo».Capítulo VI
Pero el hombre quiere siempre esperar, aunque esté convencido de que no hay esperanza.Capítulo VII
Lo que me ha impresionado sobre todo en la Odisea es que la poesía de Homero resulta siempre espectacular.Capítulo VIII
Un arranque imponente y un final mezquino. Capítulo VIII
La muchacha me gustaba, sin duda, pues, de lo contrario, no la habría besado. pero también estaba seguro
que no la amaba y de que, en el fondo, aquel beso había sido arrancado por ella a mi vanidad masculina con su petulante y, para mí, halagadora insistencia.Capítulo VIII
—¡Te desprecio! Eso es lo que siento por ti, ¡desprecio! Y es el motivo por el que he dejado de amarte. Te desprecio y me das asco cada vez que me tocas. ¡Ahí tienes la verdad! ¡Te desprecio y me das asco! Capítulo IX
Sus palabras tenían el sonido inconfundible de la verdad.
Capítulo X
Dicen que podemos vivir sin demasiadas fatigas gracias sólo al automatismo, que nos hace inconscientes de gran parte de nuestros movimientos.Capítulo X
Mientras creí que era amado por Emilia, presidió nuestras relaciones una especie de feliz automatismo; y solamente la fibra terminal de mi conducta había sido iluminada por la luz de la consciencia, mientras el resto quedaba en la oscuridad de un hábito afectuoso e inadvertido. Pero ahora que había caído la ilusión del amor, descubría que era consciente de todas mis acciones, hasta de las más pequeñas. Le ofrecía de beber, le alargaba el salero, la miraba, dejaba de mirarla…, y siempre, cada movimiento iba acompañado de una consciencia dolorosa, obtusa, impotente, exasperada. Me sentía ligado, entorpecido, paralizado por completo. Me daba cuenta de que me preguntaba, al realizar cada uno de mis actos: ¿Haré bien? ¿Haré mal? En suma, había perdido toda confianza. Pero con las personas totalmente extrañas se puede esperar siempre recuperar dicha confianza. Con Emilia, en cambio, se trataba de una experiencia pasada y muerta: no podía esperar nada.Capítulo X
Se trataba de un silencio insoportable, porque era perfectamente negativo, hecho de la supresión de todas las cosas que habría querido decir y que me sentía incapaz de expresar. Sería inexacto definirlo como un silencio hostil. En realidad no había hostilidad entre nosotros, al menos por parte mía, sino sólo impotencia. Yo me daba cuenta de que quería hablar, que tenía muchas cosas que decir y, al mismo tiempo, era consciente de que ya no se trataba de una cuestión de palabras y de que no habría sabido encontrar jamás el tono requerido. Y, en tal convicción, permanecía callado; pero no con la sensación relajada y serena del que no tiene necesidad de hablar, sino con la de aquél que está saturado de cosas que decir, es consciente de ello y, sin embargo, choca en vano contra esta consciencia como contra las rejas de una prisión. Pero había algo más: sentía que aquel silencio tan intolerable era para mí, sin embargo, la condición más favorable. Y que si lo hubiese roto, aunque hubiese sido de la manera más prudente y afectuosa, habría provocado palabras más intolerables aún, si era posible, que el propio silencio.Capítulo X
Se había producido la separación y había empezado mi soledad. La estancia era la misma que cuando Emilia, pocos minutos antes, se había sentado en el sofá; sin embargo, y pese a ello, como pude darme cuenta inmediatamente, era ya distinta por completo. Era como —no pude por menos de pensar— si hubiese desaparecido una de las dimensiones.
Capítulo XI
El abandono estaba en el aire, en el aspecto de las cosas, por doquier, y extrañamente, no partía de mí hacia las cosas, sino que, por el contrario, parecía partir de las cosas hacia mí. Todo esto, más que pensarlo, lo advertía en el fondo de mi obtusa sensibilidad, doliente y estupefacta. Luego me di cuenta de que lloraba porque sentí de pronto como una solicitación en la comisura de la boca y, poniéndome un dedo, me di cuenta de que la mejilla estaba mojada. Exhalé entonces un profundo suspiro y empecé a llorar francamente, con violencia. Entretanto, me había levantado y salido de la estancia.Capítulo XI
El mecanismo de la Odisea es bien claro y conocido: el contraste entre la nostalgia del hogar, de la familia y de la patria, y los innumerables obstáculos que impiden un pronto retorno a la patria, al hogar, a la familia… Probablemente todo prisionero de guerra, todo veterano de la misma retenido, por algún motivo, lejos de su tierra después de acabada la guerra, es, a su modo, un pequeño Ulises.
Capítulo XII
Penélope desprecia a Ulises por no haber reaccionado como hombre, como marido y como rey, contra la indiscreción de los pretendientes…Capítulo XVII
Con su interpretación extravagante de la Odisea, la crisis suprema de mis relaciones con Emilia, ahora, con su misma interpretación —de una manera algo parecida a lo que ocurría con la lanza de Aquiles, que primero hería y luego curaba—, me traía el consuelo de considerarme no «despreciable», sino «civilizado». Me di cuenta de que ese consuelo era bastante válido, siempre que quisiera aceptarlo.Capítulo XXI
Pero entonces, ¿por qué Emilia había dejado de amarme? ¿Por qué me despreciaba? Y, sobre todo, ¿por qué sentía la necesidad de despreciarme? De pronto recordé la frase de Emilia: «Porque no eres un hombre»Capítulo XXI
Debía adecuarme a esta imagen, aunque no hubiese podido hacerla triunfar en el guión y aunque fuese muy improbable que pudiera hacerla triunfar en la vida.Capítulo XXI
Sentía un dolor sordo, que parecía partir del fondo mismo de mi ser; un dolor semejante al que experimentaría en sus propias raíces un árbol desarraigado de pronto. Y, como las de ese árbol, mis raíces estaban ahora al aire, y la dulce tierra, Emilia, que las había nutrido con su amor, estaba lejos de mis raíces, y estas raíces, al no poder hundirse ya dentro de aquel amor y nutrirse de él, se irían secando poco a poco, y sentía que ya empezaban a secarse, por lo cual sufría indeciblemente.Capítulo XXII
Como quien ha tenido un sueño voluptuoso y clarísimo y, al despertar, saborea durante largo tiempo todos sus aspectos y sensaciones, aún era prisionero de la alucinación, creía volver a tenerla y gozaba de ella en mi memoria… Me importaba poco que hubiera sido una alucinación, desde el momento en que experimentaba todas las sensaciones con las que, por lo general, se recuerda un hecho acaecido realmente.Capítulo XXIII
Recordándome, con sus luces tranquilas, un mundo en el que se amaba sin equívoco, se era amado y se vivía en paz, mundo del cual me parecía haber quedado excluido para siempre. Capítulo XXIII
Pero había que seguir viviendo. Al día siguiente cogí la maleta, que aún no había abierto, cerré la puerta de casa con la sensación de que cerraba una tumba y entregué la llave a la portera, explicándole que trataba de deshacerme del apartamento tan pronto como volviera del veraneo.
Capítulo XXIII
El equívoco, que había envenenado nuestras relaciones en vida, sobrevivía a su muerte.Capítulo XXIII
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