Porque si el mundo parecía lleno de gente malvada que no sufría ninguna represalia por sus actos, y de gente virtuosa que no recibía ninguna recompensa, la tentación de abandonar la moral personal podía presentarse justo cuando la moral personal era más necesaria. Dicho de otro modo, había que hacer honor a la justicia en sí misma… Rachel Cusk; Prestigio, 1.
Evitaba las tareas domésticas, siguió diciendo, porque le hacían sentirse tan insignificante que pensaba que después sería incapaz de escribir nada.
Después de sobrevivir a tu propia muerte, lo único que podías hacer era contarlo, contárselo a un extraño en un avión o a cualquiera dispuesto a escuchar.
Solo sabía que el sufrimiento llevaba aparejado una especie de honor, si eras capaz de sobrevivir, y que te permitía establecer una relación más íntima con la verdad, al menos en apariencia, aunque en realidad tal vez fuera idéntica a la lealtad de quedarse siempre en el mismo sitio.
Parte del placer residía en mostrar nuestro secreto sin contarlo.
En los veinte años que llevábamos casados nuestras cualidades masculinas y femeninas se habían erosionado mutuamente. Vivíamos como las ovejas, paciendo juntos, acurrucados en la cama, por puro hábito y sin pensar. Consideré la posibilidad de que pudiera haber otros hombres, y lo cierto es que desde hacía mucho tiempo aparecían otros hombres en mis sueños, que normalmente estaban poblados de personas, situaciones y preocupaciones familiares. Los hombres que aparecían en mis sueños siempre eran extraños, no se parecían a nadie que conociera o hubiera visto nunca, y sin embargo me reconocían con una ternura y un deseo excepcionales, y yo también los reconocía: reconocía en sus caras algo que me parecía haber sabido alguna vez, pero lo había olvidado o no había llegado a encontrarlo, y ahora solo podía recordarlo en sueños. Naturalmente, nunca le hablé a nadie de estos sueños, de los que me despertaba con una sensación de felicidad insoportable y exquisita que se enfriaba muy deprisa con la luz del amanecer en nuestro dormitorio……
Una noche, cuando estábamos en la cocina, mi marido me dijo de pronto, en un tono muy serio, que tenía que contarme algo. En ese momento, sentí que nuestra vida se rajaba, como si alguien la cortase con un cuchillo enorme y brillante. Casi me pareció ver el cielo y el aire a través del techo de la cocina, que el viento y la lluvia entraban por las paredes. Había visto separarse a otras parejas, y normalmente era como la separación de unos gemelos siameses: una larga agonía que termina por convertir lo que antes era una sola persona en dos personas incompletas y desgarradas de dolor.
Lo que tenía que decirme no era que nuestra vida en común se había terminado y que yo era libre, sino que estaba enfermo: tenía una enfermedad que no iba a precipitar su muerte, sino a convertir en un suplicio hasta el último aspecto de la vida que le quedaba por delante. Llevábamos veinte años casados, y podía vivir fácilmente otros veinte según los médicos, pero perdiendo día a día alguna faceta de su autonomía y de su fuerza; sufriría una especie de evolución a la inversa y tendría que pagar por todo lo que la vida le había dado. Y yo también tendría que pagar, porque lo único que me estaba prohibido era abandonarlo en aquel momento de necesidad, aunque hubiera dejado de quererlo, aunque quizá nunca lo hubiera querido de verdad y quizá él a mí tampoco. Aquel sería el último secreto que tendríamos que guardar —dijo—, y el más importante de todos, porque si ese secreto salía a la luz todos los demás también saldrían, y eso aniquilaría por completo la imagen que teníamos de nuestra vida y la de nuestros hijos
Ya no me lo cuenta, y es precisamente ese detalle —que su vida ahora tiene un secreto propio— lo que me demuestra que esta vez por fin está dispuesta a conservar lo que tiene.
Obsesionado con el deporte, como si sacara toda su ética vital de las reglas y las recompensas deportivas.
No estamos dispuestos a tolerar ese comportamiento depresivo —le advirtió Sophia con su risa efervescente—. Vamos a retenerte en el mundo de los vivos.
No entendía cómo podían soportar la monotonía de las residencias de ancianos, con comodidades tan insulsas como la televisión y la calefacción central, en comparación con aquellos recuerdos tan hermosos.
Detrás de cada hombre está su madre, que de tanto elogiarlo lo ha estropeado para siempre.
Los ingleses —añadió, mirándome a mí— son los peores según mi experiencia, porque no son ni buenos amantes ni niños dulces, y creen que las mujeres somos de plástico en vez de carne.
Pero mientras oía la llave en la cerradura, de repente pensé que quien estaba a punto de entrar podía ser mi marido, aunque daría lo mismo, porque la mujer a la que él conocía —la mujer que había creído en su personaje— ya no estaba allí.
Ha sido un poco como si los pavos votaran a favor de la Navidad
Una obra de arte no podía en última instancia ser negativa.
Ya no me interesa tener un hombre a mi lado —dijo—. Mi cuerpo me pide intimidad.
Mi cuerpo por fin ha desterrado la creencia en el amor romántico que he tenido toda la vida, porque incluso a los cincuenta seguía esperando en cierto modo encontrar un compañero de verdad, como el héroe de una novela que no ha podido aparecer primero, y hay que salir a buscarlo antes de que termine la historia. Pero mi cuerpo es sabio y exige que lo dejen en paz.
Después de sobrevivir a tu propia muerte, lo único que podías hacer era contarlo, contárselo a un extraño en un avión o a cualquiera dispuesto a escuchar.
Solo sabía que el sufrimiento llevaba aparejado una especie de honor, si eras capaz de sobrevivir, y que te permitía establecer una relación más íntima con la verdad, al menos en apariencia, aunque en realidad tal vez fuera idéntica a la lealtad de quedarse siempre en el mismo sitio.
Parte del placer residía en mostrar nuestro secreto sin contarlo.
En los veinte años que llevábamos casados nuestras cualidades masculinas y femeninas se habían erosionado mutuamente. Vivíamos como las ovejas, paciendo juntos, acurrucados en la cama, por puro hábito y sin pensar. Consideré la posibilidad de que pudiera haber otros hombres, y lo cierto es que desde hacía mucho tiempo aparecían otros hombres en mis sueños, que normalmente estaban poblados de personas, situaciones y preocupaciones familiares. Los hombres que aparecían en mis sueños siempre eran extraños, no se parecían a nadie que conociera o hubiera visto nunca, y sin embargo me reconocían con una ternura y un deseo excepcionales, y yo también los reconocía: reconocía en sus caras algo que me parecía haber sabido alguna vez, pero lo había olvidado o no había llegado a encontrarlo, y ahora solo podía recordarlo en sueños. Naturalmente, nunca le hablé a nadie de estos sueños, de los que me despertaba con una sensación de felicidad insoportable y exquisita que se enfriaba muy deprisa con la luz del amanecer en nuestro dormitorio……
Una noche, cuando estábamos en la cocina, mi marido me dijo de pronto, en un tono muy serio, que tenía que contarme algo. En ese momento, sentí que nuestra vida se rajaba, como si alguien la cortase con un cuchillo enorme y brillante. Casi me pareció ver el cielo y el aire a través del techo de la cocina, que el viento y la lluvia entraban por las paredes. Había visto separarse a otras parejas, y normalmente era como la separación de unos gemelos siameses: una larga agonía que termina por convertir lo que antes era una sola persona en dos personas incompletas y desgarradas de dolor.
Lo que tenía que decirme no era que nuestra vida en común se había terminado y que yo era libre, sino que estaba enfermo: tenía una enfermedad que no iba a precipitar su muerte, sino a convertir en un suplicio hasta el último aspecto de la vida que le quedaba por delante. Llevábamos veinte años casados, y podía vivir fácilmente otros veinte según los médicos, pero perdiendo día a día alguna faceta de su autonomía y de su fuerza; sufriría una especie de evolución a la inversa y tendría que pagar por todo lo que la vida le había dado. Y yo también tendría que pagar, porque lo único que me estaba prohibido era abandonarlo en aquel momento de necesidad, aunque hubiera dejado de quererlo, aunque quizá nunca lo hubiera querido de verdad y quizá él a mí tampoco. Aquel sería el último secreto que tendríamos que guardar —dijo—, y el más importante de todos, porque si ese secreto salía a la luz todos los demás también saldrían, y eso aniquilaría por completo la imagen que teníamos de nuestra vida y la de nuestros hijos
Ya no me lo cuenta, y es precisamente ese detalle —que su vida ahora tiene un secreto propio— lo que me demuestra que esta vez por fin está dispuesta a conservar lo que tiene.
Obsesionado con el deporte, como si sacara toda su ética vital de las reglas y las recompensas deportivas.
No estamos dispuestos a tolerar ese comportamiento depresivo —le advirtió Sophia con su risa efervescente—. Vamos a retenerte en el mundo de los vivos.
No entendía cómo podían soportar la monotonía de las residencias de ancianos, con comodidades tan insulsas como la televisión y la calefacción central, en comparación con aquellos recuerdos tan hermosos.
Detrás de cada hombre está su madre, que de tanto elogiarlo lo ha estropeado para siempre.
Los ingleses —añadió, mirándome a mí— son los peores según mi experiencia, porque no son ni buenos amantes ni niños dulces, y creen que las mujeres somos de plástico en vez de carne.
Pero mientras oía la llave en la cerradura, de repente pensé que quien estaba a punto de entrar podía ser mi marido, aunque daría lo mismo, porque la mujer a la que él conocía —la mujer que había creído en su personaje— ya no estaba allí.
Ha sido un poco como si los pavos votaran a favor de la Navidad
Una obra de arte no podía en última instancia ser negativa.
Ya no me interesa tener un hombre a mi lado —dijo—. Mi cuerpo me pide intimidad.
Mi cuerpo por fin ha desterrado la creencia en el amor romántico que he tenido toda la vida, porque incluso a los cincuenta seguía esperando en cierto modo encontrar un compañero de verdad, como el héroe de una novela que no ha podido aparecer primero, y hay que salir a buscarlo antes de que termine la historia. Pero mi cuerpo es sabio y exige que lo dejen en paz.
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