Vaya, vaya. Parece que aquí debajo hay
un corazón bastante inteligente —había dicho el profesor mientras le acariciaba
la cabeza sin preocuparse de que se le despeinara.
Sin embargo, por mucho que enumere estas
cosas y otras más, no guardan proporción alguna con la intensidad de las horas
que pasamos con él.
Tenía una concepción original sobre el
«error correcto», de manera que era capaz de darnos de nuevo confianza
precisamente cuando más apurados nos veíamos, sin poder encontrar la solución
correcta.
Los números eran la mano derecha que
tendía para estrechar la del prójimo y, al mismo tiempo, un abrigo para
resguardarse de sí mismo. Un abrigo tan pesado que nadie conseguía que se lo
quitara, tan recio que no permitía distinguir el contorno de su cuerpo, aunque
se deslizara una mano por encima. Pero por el mero hecho de llevarlo puesto
lograba proteger su propio espacio.
Aquella hojita era el comprobante de que
había interrumpido su tiempo más preciado para pensar en mí.
Es igual de difícil expresar la belleza
de las matemáticas que explicar por qué las estrellas son hermosas.
La suma de los divisores del 220 es
igual a 284. Y la de los divisores de 284, igual a 220. Son números amigos. Son
una combinación muy infrecuente, sabes. Fermat o Descartes sólo lograron
descubrir un par, cada uno de ellos. Estos dos números están unidos por la
gracia de un vínculo divino. ¿No te parece hermoso? ¡Que la fecha de tu
cumpleaños y el número grabado en mi reloj de pulsera estén unidos por un lazo
tan maravilloso!
Mi madre murió de una hemorragia
cerebral, justo cuando la incomprensión mutua se estaba desvaneciendo y yo
empezaba a sentirme respaldada con esa abuela cercana. Por ello me sentí tan
feliz, más que el propio Root, cuando lo vi abrazado por el profesor.
Mi cumpleaños y el reloj del profesor se
habían encontrado tras un gran esfuerzo en la inmensidad del mundo de los
números; ambos cuidaban de su relación amistosa, apoyándose por completo el uno
en el otro.
El único tema del que podíamos hablar
sin ningún problema era las matemáticas.
El sabía enseñar. Sus suspiros de
admiración ante una fórmula, sus palabras alabando su belleza, el brillo de sus
pupilas, eran muy significativos.
Dado que él olvidaba cuanto me había
dicho, yo tenía la gran ventaja de poder hacerle la misma pregunta cuantas
veces quisiera, sin reserva alguna. Mientras a un alumno normal le basta con
una sola vez, yo, para comprender perfectamente algo, necesitaba cinco o diez
explicaciones.
Aquellos brazos tenían toda la ternura
necesaria para proteger al ser débil que estaba ante él. Me sentí feliz de ver
a mi hijo abrazado por alguien de aquella manera.
Un niño debe estar ya en la cama a las
ocho. Los adultos no tenemos ningún derecho a quitarle horas de sueño. Desde la
aparición del ser humano, las criaturas siempre han crecido mientras dormían.
Así fue cómo un antiguo matemático, en
los umbrales de la vejez, una asistenta y madre soltera que no llegaba todavía
a los treinta y un muchachito de escuela primaria pudimos disfrutar de la cena
sin sentirnos incómodos por el silencio. Y todo gracias al profesor.
Aunque a ambas nos unía el hecho de ser
madres solteras, o precisamente por eso, no hubo modo de apaciguar el enfado de
mi madre. Era una indignación transida por gritos de dolor y de pena. Su
emoción era tan violenta que yo era prácticamente incapaz de saber cómo me
sentía realmente. Pasada la vigésimo segunda semana de embarazo, me marché de
casa. A partir de entonces, perdí todo contacto con ella.
Ahora estás en la época de acumular
energía y, cuando explote, crecerás de golpe. Muy pronto podrás escuchar el
sonido de los huesos que se estiran.
Mi madre sólo me hablaba de mi padre
para decirme que era un hombre apuesto. Nunca me habló mal de él. Por lo visto
era un hombre de negocios que tenía un restaurante, pero ella me escamoteaba la
información concreta, y se limitaba a repetirme cosas agradables sobre su persona:
que era alto y guapo, hablaba muy bien inglés, conocía a fondo la ópera, era un
hombre orgulloso pero a la vez modesto, y su sonrisa cautivaba a cualquiera que
se encontrara con él…
Los que inventan el problema conocen la
solución. Resolver un problema del que tenemos garantía de que existe solución,
es como ir de excursión por el monte, con un guía, hacia una cumbre que ya
avistamos. La verdad última de las matemáticas está escondida al final del
camino, entre los arbustos, sin que nadie sepa dónde. Además, ese lugar no
tiene por qué ser la cima. Puede estar entre las rocas de un despeñadero o en
el fondo de un valle.
Todos los problemas tienen un ritmo,
ves. Es igual que la música. Si consigues encontrar el ritmo al enunciarlo,
leyendo en voz alta, descubres la totalidad del problema e incluso puedes
adivinar las partes sospechosas en las que puede haber una trampa escondida.
Sobre todo, tenía ganas de estar al lado
de Root cuando alguien era amable con él.
Curioso maestro que se enfada, encima de
que tenemos tanto cuidado en no equivocarnos, ¿verdad?
Cuando un niño llega a casa, la madre
tiene que estar presente para salir a recibirlo. Venga, démonos prisa. No hay
nada más maravilloso que escuchar a un niño decir «¡Ya estoy en casa!».
Los pétalos del cerezo cayeron trazando
círculos en el aire, añadiendo nuevos dibujos al secreto del universo.
La tranquilidad que buscaba el profesor
existía dentro del corazón, adonde no llega el sonido del mundo exterior.
Lo que más aborrecía el profesor en este
mundo era el gentío. Por eso no quería salir de casa. Los lugares donde se
aglomera la gente, estaciones de trenes, grandes almacenes, cines, centros
comerciales, le resultaban difíciles de soportar. el hecho de que diversos
tipos de personas se unan por pura casualidad y se arremolinen rebullendo sin
ningún orden, y, por otro lado, la belleza que requiere el sentido matemático,
eran dos universos totalmente opuestos.
No era alegría ni libertad, sino calma
lo que sentía al conseguir la solución correcta. Era la calma propia del que
tiene la certeza que cada cosa está en su lugar, sin tener que añadir ni quitar
una sola coma, y que las cosas van a quedarse así eternamente, como siempre
había sido. Al profesor le encantaba aquello.
Esta vez, sin embargo, las lágrimas eran
diferentes a las que yo conocía. Por mucho que le tendiera la mano, esta vez se
derramaban en un sitio en donde yo no podía secarlas.
El dinero podía recuperarse después, y
en cambio probablemente no habría muchas oportunidades para que un anciano y un
niño disfrutaran juntos de un partido de béisbol.
Algunas de aquellas sencillas escenas
que compartimos los tres no sólo no se han decolorado con el tiempo, sino que
han ido emergiendo con más viveza y han reconfortado nuestros sentimientos.
Dios existe. Porque la matemática no
tiene contradicción. Y el diablo también existe. Porque no es posible
demostrarlo».
Necesitaba sentir que, en verdad, había
un mundo invisible que sostenía al mundo visible. Una línea recta que se
abriera paso con solemnidad entre las tinieblas, exenta de anchura y
superficie, que se extendiera sin límite hasta el infinito. Esa línea recta me
sumía en un sentimiento casi imperceptible de paz.
Eran platos poco originales pero
apetitosos. Eran platos que podían aportar su dosis de felicidad al final de
una jornada
El cumpleaños nos visita a todos una vez
al año.
No había ningún contacto físico en
ninguna parte, y sin embargo, daba la sensación de que entre ellos existía
algún afecto.
El hecho de poder sentir el aliento de
los otros muy cerca, y presenciar el proceso de ir acabando poco a poco las
modestas tareas, nos aportó una alegría inesperada.
La conducta del profesor me hizo pensar
nuevamente lo importante que había sido el día que nació Root.
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