Desde que sentí esa tierna y suave
mirada, quedé a tu merced.
Creí que esa ternura sólo era para mí,
para mí sola.
No hay nada más terrible que estar sola
cuando estás rodeada de gente.
Todas las vías de desprecio, de
frialdad, de indiferencia, todas me las había representado
No me reconociste, ni entonces ni en
ningún otro momento, nunca me has reconocido. ¿Cómo te puedo describir,
querido, la decepción
La expectativa era paralizante.
Porque a ti, ciertamente, sólo te gustan
las cosas fáciles, juguetonas, nada pesadas, tienes miedo de inmiscuirte en un
destino ajeno.
Pero tu bondad es peculiar, está abierta
a cualquiera para darle todo lo que le quepa en las manos, tu bondad es grande,
infinitamente grande, pero es —discúlpame— indolente.
Ayudas cuando te llaman, ayudas por
vergüenza, por debilidad, no por placer. Déjame que te lo diga sinceramente: te
gusta más un compañero en la fortuna que un pobre necesitado. Y a las personas
que son como tú, aunque sean muy buenas, cuesta pedirles cualquier favor.
Nunca he conocido a ningún hombre que se
entregue en esos momentos con tanta ternura, que ofrezca su profunda intimidad
con tanto altruismo y que después lo diluya todo en un olvido infinito, casi
inhumano.
Entonces su mirada se posó en el jarrón
azul que tenía ante él, encima del escritorio. Estaba vacío, por primera vez
desde hacía años estaba vacío en el día de su cumpleaños, y se asustó: fue como
si, de repente, se hubiese abierto una puerta invisible y un golpe de aire frío
hubiera penetrado desde el más allá en su tranquila habitación. Sintió a la
muerte y sintió un amor inmortal: algo le atravesó el alma y pensó en aquella
mujer invisible, etérea y apasionada como el recuerdo de una lejana melodía.
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