Joseph Conrad; Amy Foster
Maravillosa quietud del exterior. —Los relatos de viejos naufragios nos hablan de grandes sufrimientos.
Misteriosamente irónico. »Ésas eran las personas a las que él debía lealtad, y una profunda soledad parecía descender del cielo plomizo en aquel invierno sin sol.
Sospecho que su agudeza mental, al igual que un ácido corrosivo, ha destruido su ambición.
Tuvo suficiente imaginación para enamorarse.
Se necesita imaginación para formarse un ideal de belleza, y todavía más para descubrirlo bajo una forma poco común.
Es como si esta tierra estuviera maldita, pues, de todos sus hijos, los más apegados a ella son de cuerpo tosco y andar pesado.
Como si llevaran los corazones llenos de cadenas.
A menudo los náufragos se salvaban de morir ahogados para perecer ignominiosamente de hambre en algún árido lugar de la costa; otros sufrían una muerte violenta o se veían convertidos en esclavos, y pasaban largos años de existencia precaria entre gentes que desconfiaban de ellos, los odiaban o temían por el mero hecho de ser extranjeros. Leer estas cosas nos inspira una gran lástima. Es duro para un hombre encontrarse en una tierra extraña, indefenso, sin nadie que comprenda su lengua, procedente de un misterioso país en algún rincón recóndito de la tierra. Pero de todos esos viajeros que han naufragado en los lugares más salvajes de la tierra, no hay uno solo, en mi opinión, que tuviera un destino tan trágico como el hombre del que hablo, el más inocente de ellos, arrojado por el mar en la ensenada de esta bahía, casi a la vista desde esta ventana.
He ido explicándole a usted más o menos con mis palabras lo que descubrí de forma fragmentaria a lo largo de dos o tres años, en los que casi nunca desaproveché la oportunidad de conversar amigablemente con él.
Me contó sus aventuras entre numerosos destellos de sus dientes blancos y el alegre fulgor de sus ojos negros; al principio, con una especie de inquieto balbuceo infantil, y más tarde, cuando ya aprendió nuestro idioma, con enorme fluidez, pero siempre con aquella entonación suave y melodiosa, además de vibrante, que confería un poder singularmente intenso al sonido de las palabras inglesas más familiares, como si hubieran sido vocablos de una lengua misteriosa.
Condenado a la más amarga soledad mientras yacía en su litera de emigrante; pues su naturaleza era tremendamente sensible.
Parecían haber dejado en su alma una oscura huella de asombro e indignación.
Se trataba de un nativo de la cordillera oriental de los Cárpatos, y el buque hundido la noche anterior en Eastbay había zarpado de Hamburgo lleno de emigrantes y era el Herzogin Sophia-Dorothea, de infausta memoria.
Unos meses después, supimos por los periódicos de la existencia de las fraudulentas «agencias de emigración» que actuaban entre los campesinos eslavos de las regiones más remotas de Austria. El objetivo de aquellos rufianes era apoderarse de las granjas y caseríos de aquellas gentes pobres.
la sensación de desamparo y sufrimiento que había experimentado, su desconsuelo y su asombro ante el hecho de que nadie pareciera verlo ni entenderlo, su consternación al no encontrar más que hombres enojados y mujeres furiosas.
Es cierto que se había acercado a ellos como un pordiosero, decía; pero en su tierra, incluso cuando no daban limosna, se dirigían a los mendigos con amabilidad. A los niños de su país no se les enseñaba a tirar piedras a quienes imploraban compasión.
No es de extrañar que Amy Foster apareciera ante sus ojos con la aureola de un ángel de luz.
Gracias a este acto impulsivo de piedad, él volvió a formar parte de la sociedad humana en aquel nuevo entorno. Jamás lo olvidó… jamás.
La serenidad que dan los años añade solemnidad a su porte.
Los semblantes reflejaban tristeza.
Con el tiempo, la gente se acostumbró a verlo. Pero jamás se acostumbró a él.
Ah! Él era diferente: inocente de corazón y lleno de una bondad que nadie parecía desear.
Aquel pobre náufrago era como un hombre trasplantado a otro planeta, separado de su pasado por una inmensa distancia y de su futuro por una inmensa ignorancia. Su forma de expresarse rápida y apasionada escandalizaba a todos.
»Supongo que era consciente de la hostilidad que le rodeaba. Pero era un hombre fuerte… no sólo espiritual, sino también físicamente.
Decía, ¿cómo iba a volver a casa con las manos vacías cuando habían vendido una vaca, dos ponis y un pedazo de tierra para pagarle la travesía?
Había encontrado el oro que buscaba. Era el corazón de Amy Foster, «un corazón de oro, capaz de conmoverse ante el sufrimiento ajeno», decía con absoluta convicción.
Aunque tal vez le sedujera el don divino de su compasión.
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