Cómo Perdonar; Jean Monbourquette
En el perdón no debemos conformamos con no
vengarnos, sino que tenemos que atrevernos a llegar hasta la raíz de las
tendencias agresivas desviadas para extirparlas de nosotros mismos y detener
sus efectos devastadores antes de que sea demasiado tarde.
Sólo el perdón puede romper estas reacciones
en cadena y detener los gestos repetitivos de venganza para transformarlos en
gestos creadores de vida.
Quien ha sido dominado y humillado en su
infancia determinará no dejarse maltratar nunca más, por lo que estará siempre sobre
aviso. Además, tendrá propensión a inventar historias de complots o de posibles
ataques contra él. Esta situación interior de tensión sólo podrá solucionarla
la curación en profundidad que opera el perdón.
El resentimiento, cólera disfrazada que
supura de una herida mal curada.
El
estrés creado por el resentimiento puede llegar a afectar al sistema
inmunitario, el cual, siempre en estado de alerta, ya no sabe descubrir al
enemigo, ya no reconoce los agentes patógenos y llega incluso a atacar órganos
sanos, a pesar de estar destinado a protegerlos. Así se explica la génesis de
diversas enfermedades, tales como la artritis, la ateroesclerosis, la esclerosis
en placas, las enfermedades cardiovasculares, la diabetes...
La
persona que no quiere o no puede perdonar difícilmente logra vivir el momento
presente. Se aferra con obstinación al pasado y, por eso mismo, se condena a
malograr su presente, además de bloquear su futuro.
Al
ofensor supone reconocer que el sufrimiento posee un alcance mágico que dista
mucho de tener. No cabe duda de que la imagen del ofensor humillado y sufriendo
proporciona al vengador un gozo narcisista; extiende un bálsamo temporal sobre
su sufrimiento personal y su humillación; da al ofendido la sensación de ya no estar
solo en la desgracia. Pero ¿a qué precio? Es una mínima
satisfacción, que no es auténticamente gratificante y carece de creatividad
relacional.
El
perdón ayuda a la memoria a sanar; con él, el recuerdo de la herida pierde
virulencia. El suceso desgraciado está cada vez menos presente y es menos
obsesivo; la herida va poco a poco cicatrizando;
el recuerdo de la ofensa ya no inflige dolor. Por eso la memoria curada se
libera y puede emplearse en actividades distintas del recuerdo deprimente de la
ofensa.
Reducir
el perdón, como cualquier otra práctica espiritual, a una obligación moral es
contraproducente, porque, al hacerlo, el perdón pierde su carácter gratuito y espontáneo.
Una
amiga me confesaba su preferencia por la fórmula siguiente: «Perdona nuestras
ofensas para que
podamos perdonar a los que nos han ofendido».
Perdonar
no significa sentirse como antes de la ofensa.
Con
frecuencia confundimos perdón y reconciliación, como si el acto de perdonar
consistiese en restablecer unas relaciones idénticas a las que teníamos antes
de la ofensa. En las relaciones íntimas de parentesco, de vida común y de
trabajo, la reconciliación debería ser la consecuencia normal del perdón. Pero
el perdón en sí mismo no es sinónimo de reconciliación, porque puede tener su
razón de ser sin que ésta exista. Pero es
un error pensar que una vez concedido el perdón es posible relacionarse como
antes con el ofensor. ¿Se pueden recuperar los huevos después de haber hecho
una tortilla?; ¿se puede recobrar la harina
una vez cocido el pan? Es imposible volver al pasado después de haber sufrido
una ofensa.
El
perdón que no combate la injusticia, lejos de ser un signo de fuerza y de
valor, lo es de debilidad y de falsa tolerancia, lo que incita a la
perpetuación del crimen. Es lo que algunos obispos no han entendido y, después
de haber sido informados de que algún miembro del clero había cometido abusos
sexuales, no han intervenido a tiempo y con firmeza.
«Le
perdono, no es culpa suya». Esta frase refleja otro concepto erróneo del
perdón. Erróneo porque perdonar no equivale a disculpar al otro, es decir,
descargarle de cualquier responsabilidad moral. No faltan los pretextos para justificar
esta postura: la influencia de la herencia, de la educación, de la cultura
ambiente... En tal caso, nadie sería responsable de sus actos, porque nadie
gozaría de suficiente libertad. ¿No se interpreta también con frecuencia de
modo equivocado el refrán popular que dice: «Comprender es perdonar»,
equiparándole a decidir pasar la esponja sobre todos los crímenes?
Por
tanto, lejos de ser una manifestación de poder, el verdadero perdón es, en
primer término, un gesto de fuerza interior. En efecto, se necesita mucha
firmeza interior para reconocer y aceptar la propia vulnerabilidad y no tratar
de camuflarla con aires de falsa magnanimidad. Es posible que al principio el
móvil sea la necesidad de mostrarse superior al perdonar; por eso, en el curso
del proceso de perdón, el perdonador habrá de estar atento a purificar los motivos
que podrían viciar todos sus generosos esfuerzos.
El
perdón comienza por la decisión de no vengarse.
Como
una patada a un hormiguero, la ofensa provoca confusión y pánico. La apacible
armonía de la persona herida se ve trastornada; su tranquilidad, perturbada; su
integridad interior, amenazada. Sus deficiencias personales, hasta entonces camufladas,
afloran de repente; sus ideales, por no decir sus ilusiones de tolerancia y de
generosidad, se ponen a prueba; la sombra de su personalidad emerge; las
emociones, que se creían bien controladas, enloquecen y se desencadenan. Ante
esta confusión, la persona se siente impotente y humillada. Y las viejas
heridas mal curadas suman sus voces discordantes a esta cacofonía.
Para
Christian Duquoc, el perdón es una «invitación a la imaginación». Aunque
parezca extraño, no se puede definir mejor, pues, en efecto, la imaginación
representa un papel esencial en el proceso del perdón.
En ese
momento habrá aprendido a dejar de mirar con los «malos ojos» del resentimiento
y comenzará a ver con ojos nuevos. En psicoterapia esto se denomina
«reenfoque». Como la palabra indica, se trata de ver el suceso infortunado en
un marco más amplio. Hasta ese momento, se estaba aferrado a la herida, incapaz
de ver otra cosa, con el corazón lleno de resentimiento. Y ahora se levanta la
cabeza para juzgarlo todo desde una perspectiva más justa y más amplia. La
visión se dilata, se extiende sobre una realidad mayor y hace retroceder los
límites del horizonte. La ofensa, que había ido invadiendo cada vez más espacio,
empieza a perder importancia ante las nuevas posibilidades de ser y de actuar.
Pero el trabajo no termina aquí. El
agresor nos parecerá un ser malvado al que condenaremos. Pero una vez lograda
la curación, puede que se modifique nuestra
imagen perversa del otro. Detrás del monstruo descubriremos un ser frágil y
débil como nosotros mismos, un ser capaz de cambiar
y evolucionar.
Perdonar no sólo supone liberarse del peso del dolor, sino también liberar al
otro del juicio malintencionado y severo que de él nos hemos forjado; es
rehabilitarlo a sus ojos en su dignidad humana. Jean Delumeau ha encontrado
unas palabras muy adecuadas para expresarlo:
«El
perdón es liberación, emancipación y recreación. Nos renueva. [...] Devuelve la
alegría y la libertad a quienes estaban oprimidos por el peso de su
culpabilidad. Perdonar [...]
es un gesto de confianza hacia un ser humano; es un 'sí' a nuestro hermano»
En el
mismo sentido, Jon Sobrino ve en el perdón un acto de amor al enemigo capaz de
convertir a ese mismo enemigo: «Perdonar a quien nos ofende es un acto de amor
hacia el pecador a quien queremos liberar de su infortunio personal y al que no
queremos cerrar definitivamente el futuro»
El
verdadero perdón exige vencer el miedo a ser humillado una vez más. Esto hace
escribir a Jean Marie Pohier: «Por eso es duro el perdón, porque se tiene
miedo»
Perdonamos
en la medida en que amamos . (HONORÉ DE BALZAC)
El
perdón sólo puede practicarse en los casos de ofensas injustificadas, que es lo
que habría ocurrido si, en las mismas circunstancias, el policía me hubiera
puesto de vuelta y media, el croupier hubiera hecho trampas o el jefe me
hubiera humillado en público.
Los
casos de expectativas desmesuradas son abundantes. Los niños idealizan a sus
padres y exigen de ellos una tolerancia y un amor incondicionales. En
contrapartida, la mayoría de los padres esperan que sus hijos se plieguen por
completo á su disciplina y realicen en su lugar los sueños que ellos no han
podido plasmar en su propia vida. Del mismo modo, el amor pasional está lleno
de sueños no realistas. Los cónyuges y los enamorados esperan que sus deseos
sean siempre adivinados sin tener que expresarlos. Querrían ser siempre
comprendidos, amados, apreciados y tranquilizados por la presencia constante de
su pareja. Voy a dispensar al lector de la lista de las expectativas y
esperanzas implícitas mantenidas por los enamorados, los padres, los hijos, las
hermanas, los hermanos y los amigos. En este aspecto, lo importante es percatarse
de que el perdón representa un papel indispensable en las relaciones íntimas, por
su intensidad y por las numerosas
ocasiones de divergencia a que dan lugar.
Los
hombres no pueden vivir juntos si no se perdonan unos a otros el no ser más que
lo que son (FRANCOIS VARILLON)
Dios,
lejos de querer o incluso de permitir el mal en el mundo, es su primera
víctima, si estamos hablando
del Dios de Jesucristo.
Pero
¿qué tengo que perdonarme?: Haberme puesto en una situación en la que he
permitido que me hirieran. No haber sabido qué hacer ni qué decir. Haberme
enamorado sin reflexionar. Haberme menospreciado con las palabras del que me ha
insultado. Haberme hecho reproches y haberme puesto de parte de mi ofensor. Haber
soportado demasiado tiempo una mala relación. Sentirme
vulnerable y desear seguir amando. Mi carácter perfeccionista que no permite
ningún error.
Leer un
libro sobre el perdón puede ser de gran utilidad, pero nada sustituye a la
experiencia. Para prepararte, te propongo una vivencia en forma de meditación.
En el perdón, al igual que en todas las demás prácticas espirituales como la
meditación o la oración, no se improvisa. No sé de dónde ha salido la idea de
que se puede perdonar de inmediato, sin haberse preparado antes.
Descubrirás
que para ti la ofensa ha concluido, ha quedado zanjada, que ya no influye en
ti.
Luego,
con tu bendición, déjale marcharse como una persona liberada, transformada,
rejuvenecida por tu perdón. Déjale seguir su camino, deseándole la mayor
felicidad posible. Date tiempo para saborear la curación. Agradece a Dios que
te haya concedido esta gracia.
Por
tanto, ésta es la lista de las tareas que es preciso realizar para llegar a un
perdón auténtico:
1.
Decidir no vengarse y hacer que cesen los gestos ofensivos.
2.
Reconocer la herida y la propia pobreza interior.
3.
Compartir la herida con alguien.
4.
Identificar la pérdida para hacerle el duelo.
5. Aceptar
la propia cólera y el deseo de venganza.
6.
Perdonarse a sí mismo.
7.
Empezar a comprender al ofensor.
8.
Encontrar el sentido de esa ofensa en la propia vida.
9.
Saberse digno de perdón y ya perdonado.
10.
Dejar de obstinarse en perdonar.
11.
Abrirse a la gracia de perdonar.
12.
Decidir acabar con la relación o renovarla.
La
decepción es aún más aguda cuando la humillación procede de la misma persona de
la que se esperaba afecto y estima.
Cuando
cuentas tu historia a alguien que acepta representar el papel de confidente, ya
no estás solo;
hay otra persona compartiendo no sólo tu secreto, sino también el peso de tu
sufrimiento.
Pregúntate
que parte de ti se ha visto afectada. ¿Qué has perdido?; ¿en qué valores te has
sentido atacado o engañado?;¿qué expectativas o qué sueños se han visto
súbitamente aniquilados? He aquí algunos de los valores que han podido sufrir
daños: tu autoestima, tu reputación, tu confianza en ti mismo, tu fe en el
otro, tu apego a tus familiares, tu ideal, tu sueño de felicidad, tus bienes
físicos, tu salud, tu belleza, tu imagen social, tus expectativas frente a la
autoridad, tu necesidad de discreción respecto a tus secretos, tu admiración
por los que amas, tu honestidad...
Después
de haber puesto al descubierto y nombrado tu pérdida, toma conciencia de que no
se ha visto afectado todo tu ser, sino sólo una parte de ti. Te resultará
beneficioso repetir: «No se ha visto afectado todo mi ser, sino sólo mi
reputación (por ejemplo)». Hace algún tiempo, escuché en televisión el testimonio
de una mujer que había sido víctima de una violación y afirmaba: «I was raped
but not violated» («He sido violada, pero no envilecida»); en otras palabras:
«La esencia de mi ser sigue sana e íntegra; a pesar de la violación, no he
perdido la capacidad de sanar».
Hay una
diferencia enorme en la percepción de la ofensa. Cuando digo: «Tengo una
herida», doy a entender que hay una distancia entre la herida y yo, lo que me
permite reaccionar y curarme. Pero, cuando afirmo: «Estoy herido», me
identifico por completo con la herida y, como consecuencia, pierdo la capacidad
de reacción.
En
lugar de atormentarte ante un fracaso, intenta descubrir la lección que puedes
sacar de él. Muchos fracasos han sido la causa de experiencias enriquecedoras,
de nuevos comienzos y de éxito en la vida. Y, finalmente, hay otro aspecto positivo
de tus errores: te harán mucho más tolerante con los demás.
La vida
en común comporta, junto a alegrías, una parte de frustraciones, y cómo la acumulación
de frustraciones después de pequeñas disputas, junto con las exasperaciones
posteriores, constituyen, en mi opinión, uno de los principales obstáculos a la
buena comunicación en la pareja.
Por eso
aconsejaba a los esposos que no dejasen pudrirse en su interior sus pequeñas cóleras,
sino que las expresasen de la manera más constructiva posible. Porque, en mi
opinión, lo que destruye el amor
no es la cólera, sino el miedo a sincerarse y la indiferencia.
El
resentimiento se implanta en el corazón humano como un cáncer y camufla una
cólera sorda y
tenaz, que sólo se aplaca cuando el ofensor es castigado o humillado. Puede
revestir diversas formas: sarcasmo, odio duradero, actitudes despectivas,
hostilidad sistemática, crítica reprobatoria y pasividad agresiva que mata cualquier
posible alegría en las relaciones. En tanto no se quiera reconocer la cólera y
sacar de ella el mayor provecho posible, se correrá el riesgo de que se pudra
en el interior y se transforme en resentimiento y odio.
Perdonarse
a sí mismo es, en mi opinión, el momento decisivo del proceso del perdón. El
perdón a Dios y al prójimo habrá de pasar por el perdón que tú te concedas. Quien
quiere perdonar pero no logra perdonarse a sí mismo se parece a un nadador al
que la resaca lleva constantemente mar adentro, lejos de la orilla. Todos los
esfuerzos que despliegues para perdonar al otro se verán neutralizados por tu
odio hacia ti mismo. Aun en el caso de no haber sufrido una ofensa o un insulto
concreto, el perdonarse a sí mismo es una de las grandes prácticas
psicoespirituales de curación.
Cuando
estás profundamente herido, no puedes dudar en perdonarte: te sientes obligado
a ello. El duro golpe recibido, sobre todo si procede de una persona querida, habrá
hecho añicos tu armonía interior, y entonces se desencadenarán en ti unas
fuerzas antagónicas. Sólo el humilde
perdón
que te otorgues logrará restablecer la paz y la armonía en tu interior y hará
posible que te abras al perdón al otro.
Perdonarme
a mi misma por “por haberme casado con un hombre tan desquiciado” por haber
elegido mal, Por haberme dejado llevar de las apariencias físicas y materiales,
por haber sido tan confiada de su status, por haber confiado tanto en él, Por
no reparar en el nefasto grupo de amigos que tenía. Por no haberme fijado en
los malos hábitos del suegro. Por el intenso deseo de casarme, por creer que era lo mejorcito, por eclipsarme el hecho de que estudiara medicina. Estoy
enfadado conmigo mismo por haber creído tanto en el, en su probidad y creencias
católicas, por haberse hecho pasar por un hombre de bien, por no haber captado
para nada su doble vida.
Por
haber sido tan ingenua, tan pava, por no haberle achuntado a lo más importante
de mi vida.
Las personas,
bajo el efecto de una gran decepción, tienden a culparse a sí mismas. No se
perdonan el haberse expuesto a esas desgracias, y la ofensa que han sufrido
exhibe a plena luz sus deficiencias y sus debilidades. Además de estar
humilladas, se sienten llenas de vergüenza y de culpabilidad, mezcladas con un
sinfín de humillaciones del pasado.
La
génesis del desprecio a sí mismo: Se pueden identificar tres fuentes básicas de
desprecio a sí
mismo: primero, la decepción por no
haber estado a la altura del ideal soñado; a continuación, los mensajes
negativos recibidos de los padres y de las personas importantes para uno; y, finalmente,
los ataques de la sombra personal, formada en gran parte por el potencial
humano y espiritual reprimido y, por tanto, no desarrollado.
«Humildad».
Esta virtud ayuda a valorarse con precisión y permite perdonarse, no sólo el ser
limitado y falible, sino también haberse creído omnipotente, omnisciente,
irreprochable y perfecto en todos los aspectos.
El
precio que se paga por la falta de aceptación y de autoestima es muy alto. En el hombre descubriendo su alma, el gran psicólogo Carl Jung sostiene que la
neurosis provoca falta de aceptación y de autoestima: «La neurosis es un estado
de guerra consigo mismo —afirma—. Todo cuanto
acentúa la división que hay en él empeora el estado del paciente, y todo cuanto
reduce dicha división contribuye a sanarlo»
Hasdai
Ben Ha-Melekh: «Si alguien es cruel consigo mismo, ¿cómo se puede esperar de él
compasión por los demás?
El perdón
lleva a suspender todo juicio sobre el ofensor y a descubrir el verdadero Yo, que
es creador y un destello de divinidad. (JOAN BORYSENKO)
La
humillación y el dolor causados por la ofensa influyen en la percepción del
ofensor y pueden falsearla. Se está predispuesto a ver en él a un ser
execrable, engañoso, agresivo, infiel, peligroso, amenazador, odioso,
irresponsable... El recuerdo obsesivo de la afrenta condiciona la mirada del
ofendido, hasta el punto de que el ofensor deja de ser una persona capaz de
evolucionar, ya que está marcado para siempre por su delito. Con frecuencia es
la malevolencia y la maldad personificadas.
No
juzgar en el proceso del perdón lleva, de algún modo, a una reconciliación con
el ofensor, pero sobre todo a una reconciliación con el lado oscuro y tenebroso
de uno mismo, que puede revelarse como un inmensa fuente de recursos
personales.
«Dios
lo perdona todo, porque lo comprende todo», dice un viejo adagio. Se trata de
una profunda verdad que es importante tener presente para superar esta etapa.
Es obvio que una mejor comprensión de los antecedentes familiares, sociales y
culturales de una persona ayudará a perdonarla. Y aunque esos condicionamientos
no justifiquen su conducta agresiva, al menos la explicarán en parte.
Comprender
es buscar la intención positiva del ofensor. Aunque
se quiera saber todo sobre el ofensor, nunca se podrá descubrir por completo el
secreto que encierra su persona, ni siquiera todas las razones de sus actos;
razones que con frecuencia él mismo ignora. Nos encontramos ante el misterio de
una persona viva, de manera que comprender al
ofensor es aceptar que no se comprende todo.
Por
ejemplo, después de haber dicho: «Odio su agresividad», piensa: «Yo también soy
agresivo». Quizá descubras, bajo el defecto que le reprochas, una parte mal
amada de ti.
Te
invito a ir más allá del punto de vista puramente psicológico para descubrir el
sentido positivo de la ofensa recibida o para dárselo. ¿Qué te enseñará esta
injuria, esta ofensa, esta traición o esta infidelidad?; ¿cómo piensas
utilizarla para crecer y realizarte en profundidad? Te pido
que descubras los posibles efectos positivos que la ofensa haya producido en tu
vida. ¿Cómo vas a beneficiarte de ese fracaso?
Encontrar
el sentido positivo del fracaso consiste en descubrir su fecundidad oculta. Que
no te detengan los que dicen: «De una desgracia no se puede esperar nada
bueno». Yo puedo asegurarte lo contrario, es decir, que tu herida puede ser fuente
de crecimiento. ¡Cuántas personas han dado un nuevo rumbo a sus vidas y han
alcanzado su plenitud tras una gran prueba...!
El
primer efecto de la ofensa sobre la víctima es un «shock» y una profunda
perturbación. Se siente duramente sacudida; todo se tambalea: sus ideas
preconcebidas, sus opiniones más firmes, sus convicciones, sus prejuicios y sus
planteamientos vitales. Ahora bien, por lamentable que sea
la
situación, no deja de ser prometedora de vida. Puede resultar un momento
precioso de lucidez y una ocasión propicia para salir de la miopía habitual.
El
«shock» de la ofensa es saludable. Libera al ofendido de sus anteojeras y hace
que abandone sus posturas inflexibles. Y esto es aún más verdadero en el caso
de una ofensa causada por un ser querido; porque el ofendido, al ver frustradas
sus expectativas irreales, tendrá que rectificarlas para llegar a apreciar y
amar a ese familiar o amigo por lo que realmente es.
Invito
a mis oyentes a reflexionar sobre lo que les ha aportado la experiencia de haber
sido injuriados, insultados o víctimas de una infidelidad o una injusticia. Les
hago interrogarse del siguiente modo: «¿Qué has aprendido de esa experiencia?;
¿cómo te ha hecho crecer esa prueba?; ¿hasta qué punto ha tomado tu vida un
nuevo rumbo?». Éstos son algunos ejemplos de las
respuestas: «Me conozco mucho mejor». «He adquirido mayor libertad interior». «Me
ha hecho descubrir mis valores. Después de mi divorcio, me di cuenta de que
podía ser más yo misma y vivir según mis valores». «Mi pena de amor me ha
enseñado a conocerme mejor. Ahora, en lugar de depender del amor ajeno, he
empezado a dármelo a mí mismo». «Se acabó: no volveré a dejarme herir por los
demás. Voy a aprender a protegerme mejor». «He aprendido a decir 'no' cuando
algo no está de acuerdo con mis valores». «Cuando mi mujer me dejó, me dije:
'No me queda más remedio: tengo que poner en orden mi vida'. Entonces, a pesar
de mi orgullo, pedí ayuda por primera vez». «Mi prueba me ha forjado un corazón
amante». «Soy mucho más compasivo y comprensivo con los demás». «He dejado de
correr detrás de maridos alcohólicos para
salvarlos. Me he dado cuenta de que quien necesitaba ayuda era yo». «En mi
angustia he encontrado el amor y la fidelidad del Señor, después de haber
estado muy enfadado con él».
Cuando
pregunto a distintas personas sobre los nuevos rumbos que han tomado sus vidas
después de una ofensa, siempre me asombran la variedad y la calidad de las
respuestas. A veces, el efecto positivo de la ofensa y de la injusticia de que
han sido víctimas se manifestó espontáneamente. Otras veces, el descubrimiento
de las aportaciones positivas y la profundización en ellas les ha llevado varias
semanas o incluso meses. Al principio, estas personas veían su vida como un
«puzzle» indescifrable; pero, después de descubrir el sentido de la ofensa, se
formó y configuró una nueva visión de su vida.
Nadie,
sino uno mismo, puede conseguir encontrarle un sentido a la pérdida que acaba
de sufrir, aunque esto no signifique que no se necesite de alguien que impulse
a hacerlo. Pero, desgraciadamente, son escasos los guías que saben llevar a un
mayor conocimiento personal y abrir a las posibilidades de crecimiento que
ofrece la desgracia.
La
reorganización de la vida de cara a un nuevo comienzo.
— ¿Qué
he aprendido de la ofensa sufrida?
— ¿Qué
nuevos conocimientos sobre mí mismo he adquirido?
— ¿Qué
limitaciones o debilidades he descubierto en mí?
— ¿Me
he vuelto más humano?
— ¿Qué
nuevos recursos y fuerzas vitales he descubierto en mí?
— ¿Qué
nuevo grado de madurez he alcanzado?
— ¿En
qué me ha iniciado esta prueba?
— ¿Qué
nuevas razones para vivir me he dado?
—
¿Hasta qué punto ha hecho la herida emerger el fondo de mi
alma?
— ¿En
qué medida he dedidido modificar mis relaciones con los
demás, y especialmente con Dios?
— ¿Cómo
voy a proseguir ahora el curso de mi vida?
— ¿Con
qué gran personaje actual, histórico o mítico me lleva a identificarme la ofensa sufrida?
El
perdón se revela como una tarea humana por la actividad psicológica que tú
despliegas, y como un don por la gracia divina que compensa tus carencias.
«Jesús,
me siento incapaz de perdonar a este hombre. Perdóname».
Date la
oportunidad de recibir y acoger todo lo que hoy te ofrece la vida en forma de
sensaciones agradables: el olor del asado, el aroma del café, el calor del sol,
la visión de un hermoso paisaje, las formas de un árbol, los colores del otoño,
la sensación de estar vivo, la audición de una buena pieza musical... Deja que
estas sensaciones inunden todo tu ser, aunque no sea más que unos minutos cada
día.
Adopta
una postura cómoda; luego, recuerda las atenciones que has recibido durante el
día: saludos, cumplidos, rostros felices de verte, signos de reconocimiento, la
alegre acogida de tu gato o de tu perro, la carta de un amigo... ¿Cómo has acogido
estos dones banales de la vida?; ¿te diste tiempo para que penetrase en ti la
alegría de recibir, con el fin de que arraigase en tu afectividad y pudieras
celebrarla?
El
perdón implica la conversión del corazón y la opción por un estilo de vida que
concuerda con la conducta divina.
Las
amistades renovadas exigen más cuidados que las que nunca se han roto. (LA
ROCHEFOUCAULD)
Después
de una ofensa grave, no se puede reemprender la relación del pasado, por la
sencilla razón de que ya no existe y no puede existir. Todo lo más, se puede
pensar en profundizarla o en darle otro carácter.
Lo que
no se celebra tiene tendencia a atenuarse y desvanecerse sin dejar rastro (ANÓNIMO)
Hablar
del perdón supone más que disertar simplemente sobre el amor; es hablar de un
amor muy particular,
de un amor dispuesto a superarse hasta llegar a recrear un nuevo universo de
relaciones.
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