No recuerdo
exactamente cuándo decidí que Konradin tenía que ser mi amigo, pero de lo que
no dudé fue de que algún día lo sería.
En mi clase
no había un solo chico capaz de satisfacer mi ideal romántico de la amistad,
ninguno que yo admirara realmente, ninguno por el cual hubiera estado dispuesto
a dar la vida, ninguno capaz de entender mi exigencia de confianza, lealtad y
abnegación totales.
Entre los dieciséis
y los dieciocho años, los jóvenes combinan a veces una cándida inocencia, una
pureza radiante de cuerpo y mente, con un anhelo exasperado de devoción
absoluta y desinteresada.
Generalmente, esa etapa sólo abarca un breve lapso,
pero por su intensidad y singularidad perdura como una de las experiencias más
preciosas de la vida.
Cómo llamar
su atención, cómo hacerle sentir que yo era distinto de esa chusma aburrida,
cómo convencerle de que sólo yo merecía ser su amigo… éste era el interrogante
para el que no hallaba una respuesta clara.
Y todo ello
comunicaba una sensación de paz, de confianza en el presente y de esperanza en
el futuro.
Mas todo eso
eran simples abstracciones: números, estadísticas, información. Era imposible
sufrir por un millón de personas.
A veces, con
un movimiento nervioso, apoyaba una mano experimentalmente sobre mi hombro,
pero esto lo hacía cada vez más esporádicamente, porque intuía mi resistencia
incluso a esa leve exhibición de sentimientos. Sólo cuando estaba enfermo su
compañía me resultaba aceptable y disfrutaba con gratitud de su ternura
reprimida.
Acaso soy
responsable de los actos de mis padres? ¿Tengo yo la culpa de algo? ¿Quieres
responsabilizarme de la conducta del mundo? ¿No es hora de que ambos maduremos,
dejemos de soñar y enfrentemos la realidad? —después de este estallido se
apaciguó un poco—. Mi querido Hans —dijo con gran dulzura—, acéptame tal como
he sido creado por Dios y por circunstancias que escapan a mi control. He
procurado ocultarte todo esto, pero debería haber sabido que no podría
engañarte durante mucho tiempo, y debería haber tenido el valor necesario para
confesártelo antes. Sin embargo, soy un cobarde. Sencillamente no soportaba la
idea de ofenderte. Sea como fuere, no soy el único culpable. ¡Es muy difícil
estar a la altura de tu concepto de la amistad! Pretendes demasiado de simples
mortales, mi querido Hans, de modo que trata de entender y perdonarme, y
continuemos siendo amigos.
Al principio
me faltó valor para dedicarme a eso porque no tenía dinero, pero ahora que
tengo dinero me falta valor porque no tengo confianza.
De cualquier
forma, no debo quejarme: tengo más amigos que enemigos y hay momentos en los
que casi me alegro de vivir… cuando veo cómo se pone el sol y asoma la luna, o
cuando contemplo la nieve que corona las montañas.
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