Para Aurora, que está en cada página de mi imaginación.
Capítulo I
No quiero que la amargura me venza estos días, pero son tantos los recuerdos, algunos tan dolorosos, que me gustaría haber perdido la memoria y no la vista.
Capítulo I
Cómo contarle, a sus treinta años, que hay desconsuelos que no tienen remedio y es mejor dejarlos, procurar que se vayan igual que llegaron, sin avisar.
Capítulo I
Mi nieta Sofía me ayudó a volver a mi habitación. «Dulces sueños, princesa del amor hermoso», me susurró al oído.
Capítulo II
Mecidos por las palabras
Capítulo II
Yo quería parecerme a él y a todos los grandes poetas que aliviaban mi alma, presa de la inquietud y el desvelo.
Capítulo II
Derrotas emocionales.
Capítulo II
Acabó, así, 1885. Un año que lo fue todo para mí, sin saber que, pocos meses después, el torbellino del amor, irracional e irrefrenable, cambiaría mi vida para siempre.
Capítulo III
Convertido la casa de Halita me asfixia, no puedo respirar. No les culpo a ellos. Pero no quiero seguir encerrada.
Capítulo III
Quedé fascinada por los versos del poeta, dolientes y, sin embargo, reparadores.
Capítulo IV
El encanto de París era incomparable.
Capítulo IV
Y hoy sigo sin comprender que el destino de los pueblos dependa más del capricho de sus mandatarios que de su propia historia, definitoria y definitiva.
Capítulo IV
El invierno avanzaba lento y extremo en Drozdowo. Nos instalamos en un pequeño cotagge, cerca del caserío principal, pero lo suficientemente alejado como para que pudiéramos hacer una vida aparte. Al menos eso era lo que yo esperaba. Podía tener una idea ingenua del matrimonio, pero mi marido era mi centro, mi todo, aquello que daba sentido a cuanto me pasaba; mi hogar, en definitiva. A medida que fui conociendo a Wincenty esa idea se fue diluyendo, como la harina en la leche; al principio en grumos densos, poco a poco más pequeños, hasta terminar en un solo líquido que lo invadía todo. Apenas si hablábamos y cuando lo hacíamos, era a base de monosílabos o escuetas frases, cortantes como el filo de una navaja. Yo no sabía lo que estaba pasando, o sí lo sabía, pero me había vuelto tan cínica y cobarde, a miles de kilómetros de mi verdadero hogar, que no quería afrontar el hecho de que mi marido me quería de una forma muy particular. ¿Acaso me quería? Había momentos en los que no tenía ninguna duda de que lo hacía, pero otros me daba incluso la sensación de que lo molestaba.
Capítulo IV
El folio se me cayó como si me quemara en las manos. La verdad de mi matrimonio se manifestaba, por primera vez, ante mí, y lo hacía de puño y letra de mi propio marido. Una mezcla de sentimientos, hasta ahora desconocidos, se agolpaban en mi pecho y pugnaban por salir, todos al mismo tiempo: rabia, indignación, desolación, incredulidad, y una profunda tristeza, que se apoderó de mi corazón y que a duras penas logré superar en los siguientes meses. El dolor se volvió físico y me encorvé, hasta caer de rodillas en el suelo, con las manos sujetando el vientre, fruto de mi desdicha. A los pocos minutos, ante el temor de que mi suegra apareciera, me incorporé; recogí la hoja, la guardé en el sobre y cerré la carta, como si nada hubiera pasado. Me enjugué las lágrimas y salí de casa, erguida pero con la dignidad hecha pedazos.
Capítulo V
Mamá, tú siempre haces que nos sintamos especiales.
Capítulo V
Consciente del fracaso de mi matrimonio, me inventé una vida nueva, junto a mis hijas, a las que jamás renunciaría, y ayudada por Pepa, que me acompañó hasta el final.
Capítulo VI
Me acuerdo de los últimos días de Pepa, cuando la pobre ni siquiera podía reconocerme; me miraba, con esos ojos cristalinos, agua pura, y se perdía en mis rasgos, sin ser capaz de recomponer el puzle de mi identidad. Las piezas ya no cuadraban en su cabeza, quebrada, quizás, de tanto sufrir.
Capítulo VI
Quiero que mi bisnieta me bese en la cara con la dulzura que solo la niñez permite, sin temor a ser rechazada, de un manotazo, por una anciana que se siente indefensa en su desmemoria.
Capítulo VI
Demasiadas emociones —buenas, eso sí— para mi maltrecho corazón, poco acostumbrado a latir de alegría en los últimos años.
Capítulo VI
El tiempo pasó volando, como siempre cuando uno es feliz, y el 14 de octubre iniciamos el viaje de regreso a Cracovia
Capítulo VI
—¿Ayudarnos? ¿Quién puede ayudarnos? ¡Ni la misericordia divina! —exclamé desesperada al ver que, una vez más, la corriente se llevaba mi castillo de arena.
Capítulo VI
Siempre que atravesaba la frontera, justo al cruzar los Pirineos, me sentía feliz, aliviada, liviana pese al equipaje emocional que arrastraba, cada vez más pesado; pero aquella vez me dio un vuelco el corazón, como si se me fuera a escapar por la boca, excitado ante la posibilidad de cicatrizar heridas e iniciar una vida nueva. Razón y sentimiento iban ahora de la mano y en mi cabeza solo contemplaba la posibilidad de instalarme, para siempre y sin mirar atrás, con Pepa, Halita e Isabel en España. Estaba claro que no podíamos ir a casa de mi madre, empecinada en seguir viviendo sola pese a sus achaques y a su avanzada edad.
Capítulo VI
Mi obra se estrenó en el Teatro Español el 11 de marzo de 1913. Era una de las primeras mujeres que dirigía una obra en el coliseo madrileño. Embriagada de felicidad, lo celebré por todo lo alto, sin poder anticipar que cuando las sombras empezaban a alejarse, por fin, de mi vida, el peor nubarrón de la historia comenzaba a cubrir toda Europa.
Capítulo VII
No sé si quien me habla es un fantasma más de los que pueblan mi subconsciente y tratan de devorar mi razón o está aquí, en la habitación, junto a mí, más real que la poca vida que ya me queda. Trato de despegar los párpados, cansados y doloridos, reticentes a hacer el enésimo esfuerzo para comprobar que el milagro no se ha obrado y yo sigo ciega. Aun así, abro los ojos y la negrura vuelve a manifestarse, una vez más, inabarcable e inmisericorde.
Capítulo VII
A veces me invade una pena tan grande, un manto de melancolía tan espeso que apenas si puedo respirar.
Capítulo VII
Tenía esa aureola de belleza que solo poseen las mujeres que acaban de dar a luz; estaba radiante.
Capítulo VII
Un ritual que, no pocas veces, me salvó de la locura.
Capítulo VII
Qué ajena nos resulta la vida cuando no es la nuestra.
Capítulo VII
Damos por sentado el transcurso de los días, sin ser conscientes de que la muerte no entiende de calendarios, ni de fechas, ni de cumpleaños; llega y se va, llevándose con ella la vida de quienes más queremos, sin dar explicaciones.
Capítulo VII
Evocando la figura de mi madre...
Capítulo VII
Ninguna soledad se parece a la que sentimos al quedar huérfanos. Y, entonces, comenzó mi duelo. Un duelo sereno y largo que, en realidad, nunca abandonaría.
Capítulo VIII
Llega un momento en el que, a pesar de su prolongada ausencia, los muertos nos acompañan más que los vivos. Será porque estamos ya más cerca de su reino que de este valle de lágrimas o simplemente porque, agotada, la mente se entrega al placer del letargo.
Capítulo IX
El periodismo me llenaba, pero no me sentía plena. Echaba de menos la magia del lirismo, esa sensación de estar presa, dominada, por hermosas palabras, capaces de describir sentimientos propios y ajenos mejor que los actos, a veces tan inútiles.
Capítulo X
A estas alturas, tengo claro que una elige qué recordar y qué obviar de su pasado. Soy demasiado vieja y estoy demasiado enferma como para intentar engañarme a mí misma; algo que, por otra parte, nunca he pretendido, ni conmigo ni con los que me han acompañado a lo largo de todos estos años. No se trata de hacer balance, llegado el final, sino, simplemente, de ser consciente de lo vivido.
Capítulo X
Ya sabes cómo son los sueños: más impredecibles que la propia vida.
Epílogo
El luto es, como la edad, un estado de ánimo y hay que atravesarlo sin miedo; es el único modo de seguir viviendo. Yo lo sabía.
Capítulo X
Entrelazadas por el hilo de la amistad eterna, que también cobija en el más allá.
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