- Ejemplo de fechoría marital más insólito que se conozca.
Y, por otra parte, nos hallamos ante una monstruosidad tan digna de mención
como cualquiera de las que aparecen en el catálogo de rarezas humanas.
- Este matrimonio residía en Londres. Fingiendo marcharse de
viaje, el marido se fue a vivir justo a la calle contigua a su propio domicilio
y permaneció allí más de veinte años, sin que ni su mujer ni sus amigos
supiesen nada de él, y sin que pueda hallarse asomo de razón a su decisión
de autodesterrarse.
- Y a pesar de que la creencia colectiva sea que cualquiera
podría hacer algo similar, cada uno en su fuero interno sabe que no sería capaz
de perpetrar una locura de tal calibre.
- Cuando un asunto inquieta la mente de una manera tan
contundente, el tiempo que se invierte en pensar en él está bien empleado.
- La reflexión siempre termina siendo eficaz y cualquier
acontecimiento sorprendente encierra invariablemente una moraleja.
- De todos los maridos, posiblemente este fuera el más
constante, pues sufría una especie de aletargamiento que mantenía su corazón en
reposo independientemente del asunto que tuviera entre manos. Era un
intelectual, pero no de manera activa. Sus pensamientos se mantenían
continuamente ocupados con largas y aburridas cavilaciones que carecían de
objetivo o sencillamente de energía para alcanzar alguno. Sus pensamientos rara
vez eran tan intensos como para transformarse en palabras.
Poseía un corazón frío, aunque no envilecido ni errante, y
su mente nunca se dejaba provocar por pensamientos extravagantes u originalidad
alguna que pudieran desconcertarlo. Así que, ¿quién podría haber imaginado que
entre todos los autores de excentricidades nuestro amigo iba a acceder al
puesto más alto?
Ella, sin haber analizado su personalidad, era consciente
en parte de un sosegado egoísmo que se había quedado anquilosado dentro de su
inactiva mente, de una especie de vanidad —su atributo más molesto— un tanto
peculiar, de una disposición a la astucia que rara vez había producido
resultado positivo alguno, excepto el simple mantenimiento de secretos
insignificantes que casi no merecía la pena desvelar, y complaciente con el
inofensivo apego al misterio de su marido, tan solo lo interroga con la mirada.
Él le dice con decisión que no lo espere en el coche de vuelta y que no se
alarme si se demora tres o cuatro días, mas le confirma que volverá
definitivamente el viernes por la noche a la hora de la cena.
Un beso de despedida; uno de esos que se daría cualquier
matrimonio que acumula ya diez años de convivencia.
A pesar de todo, cuando todos lo dan por muerto, ella
duda algunas veces de su viudedad debido a aquella sonrisa.
Es peligroso abrir un cisma en los afectos humanos; no
tanto porque se produzca un desarraigo profundo y prolongado, sino porque
vuelva a cerrarse demasiado rápido.
Siente curiosidad por saber cómo habrán evolucionado las
cosas en casa, cómo soportará su ejemplar esposa la viudedad de una semana; en
resumen, cómo se verá afectada por su desaparición la pequeña esfera de
criaturas y de circunstancias en la que él era el objeto central.
En definitiva, lo que yace en el fondo del asunto es una
morbosa vanidad.
Es lo mismo que nos pasa a todos cuando, después de estar
ausentes durante varios meses o años, volvemos a ver una colina, un lago o una
obra de arte que conocemos bien desde hace tiempo. Generalmente, esta impresión
indescriptible está ocasionada por la comparación y por el contraste entre
nuestros recuerdos imperfectos y la realidad.
En Wakefield, la magia de una única noche ha forjado un
cambio similar, porque en ese breve período se ha producido una gran
transformación moral. Wakefield es otro hombre.
- Una vez establecido el nuevo rumbo, cualquier movimiento
regresivo hacia su vida anterior resultaría casi tan difícil de realizar como
el paso que lo llevó a esta inusitada situación.
Había postergado su vuelta un día tras otro; y a partir de
ahora no encontrará nunca el momento oportuno. Mañana no; probablemente la
semana próxima; muy pronto. ¡Pobre! Los muertos tienen casi las mismas
posibilidades que Wakefield, que se ha desterrado a sí mismo, de volver a pisar
la casa que abandonó en el mundo de los vivos.
- Ojalá tuviera que escribir un libro en vez de un artículo de
una docena de páginas! Así podría ilustrar cómo cualquier influencia fuera de
nuestro control deposita su fuerte mano sobre cada uno de nuestros actos y teje
sus consecuencias en un férreo lienzo de necesidad.
- Tiene el apacible porte de la estable viudedad. Sus penas, o
bien han ido desapareciendo o se han convertido en algo tan esencial para su
corazón que dificilmente podrían tornarse en alegría.
Los sentimientos latentes durante años explotan y su débil
mente obtiene algo de energía de la fuerza de estos; toda la miserable
extravagancia de su vida se le revela en una imagen, y entonces emite un
grito intenso: «¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco!».
- Se las había ingeniado para apartarse del mundo —o más bien
lo había conseguido casualmente—, para desaparecer, para abandonar su lugar y
sus privilegios con los vivos, y todo sin ser admitido entre los muertos. La
vida de un ermitaño no es comparable a la suya de ninguna de las maneras.
- Podemos decir, de manera figurada, que estuvo todo el tiempo
junto a su mujer y a su chimenea y, no obstante, no llegó a sentir nunca el
afecto de la una ni la calidez de la otra.
- Si el tiempo aguardase a que consumáramos nuestras
locuras favoritas, nos mantendríamos jóvenes hasta el día del juicio final.
En medio de la aparente confusión de nuestro misterioso
mundo, las personas están tan pulcramente adaptadas a un sistema, y los
sistemas engarzados entre sí y a un todo, que si una persona se ausenta por un
momento, se expone al aterrador riesgo de perder su puesto por siempre,
pudiendo llegar a convertirse, como le sucedió a Wakefield, en el Desterrado
del Universo.
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