Desgraciadamente, y a pesar de todos mis esfuerzos, nunca he
sido creyente, no he sufrido crisis de fe ni de negación de la fe. Quizá habría
sido mejor serlo, porque la escritura exige drama y el drama nace de esa lucha
agónica entre la esperanza y la desesperanza, en la que la fe desempeña un
papel, me imagino, esencial
Durante más de diez años, la ruleta fue el pan y el circo de
nuestro sereno infierno.
Cuando se trata de sangre, impera el silencio. Todos han
callado, tal vez cada uno de los testigos haya dejado a su muerte unos folios
tan inútiles como estos, a los que seguirá, con un dedo esquelético, solo la
muerte. La muerte individual de cada uno, el gemelo negro que nació junto con
él.
La escritura no va habitualmente de la mano de la riqueza ni
de la felicidad.
Los ruletistas eran reclutados de entre las hordas de
infelices necesitados de pan como perros vagabundos, de borrachos o de
presidiarios recién liberados.
El ruletista tiene cinco posibilidades de entre seis de
escapar con vida.
A quién se le iba a pasar por la cabeza convertirse en una
especie de campeón mundial de la supervivencia?
Solo había otro concursante: la muerte.
En aquella época publicaba dos o tres libros al año y disfrutaba
de ese éxito que suele preceder a un largo silencio primero y al olvido
después.
Recuperaba con cada libro lo que había perdido en la ruleta
y volvía a hundirme allí, bajo tierra, donde, al parecer, un presentimiento de
nuestra carne y de nuestro esqueleto nos atrae mientras estamos vivos.
En otra época, los ruletistas que se salvaban eran
abucheados, algunas veces llegaban incluso a ser golpeados por los desesperados
accionistas; ahora, en cambio, aplaudían a mi amigo como a una gran estrella de
cine y rodeaban con veneración su cuerpo inconsciente.
Pronto anunció una ruleta con cuatro cartuchos clavados en
los alvéolos del tambor y, más adelante, con cinco. ¡Un solo orificio vacío,
una única posibilidad, entre seis, de sobrevivir! El juego ya no era un simple
juego e incluso el más superficial de los asistentes que ocupaban ahora los
sofás de terciopelo podía sentir, no con la cabeza, ni con el corazón, sino en
los huesos, en las articulaciones y los nervios, la grandeza teológica que
había adquirido la ruleta
Los personajes no mueren jamás, viven siempre que su mundo
es «leído».
De qué manera? Ahora la respuesta me parece simple;
primitiva pero, al mismo tiempo, genialmente simple: el Ruletista apostaba
contra sí mismo. Cuando se llevaba la pistola a la sien, él se desdoblaba. Su
voluntad se volvía en su contra ylo condenaba a muerte. Estaba firmemente
convencido, cada una de las veces, de que iba a morir. De ahí, creo, esa
expresión de pánico infinito que afloraba en su rostro. Pero puesto que su mala
suerte era absoluta, lo único que podía hacer era fracasar siempre en todos y
cada uno de sus intentos de suicidarse. Quizá esta explicación sea una tontería
pero, como decía, me resulta imposible considerar otra que se pueda sostener de
modo verosímil. Por lo demás, ahora ninguna de ellas tiene ya importancia…
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