La saciedad puede ser tan
estimulante como el hambre, y esa vida regalada, carente de peligros, despertó
en ella la sed de aventuras.
Todo lo que antes le parecía superficial, lo veía de repente como algo imprescindible, y le resultaba absurdo, prácticamente un sueño irreal, que una vagabunda a la que no conocía de nada la acechase por la calle y tuviera el poder de hacer saltar por los aires su vida familiar con una sola palabra.
Su miedo se había convertido
en un delicado martillo con el que golpeaba cada uno de sus recuerdos, tratando
de encontrar una entrada a las cámaras secretas del corazón de su marido.
Soledad suicida impuesta por
el temor.
Adormecida por la tibia dicha
en la que se había instalado, no había sentido la necesidad de salir de sí
misma y aproximarse a ellos. Entre ella y su familia mediaban personas a las
que se pagaba para que la dispensasen de cualquier obligación, de cualquier
compromiso. Institutrices y sirvientes asumían esas pequeñas tareas en las que
ahora —desde que había intentado entrar en la vida de sus hijos— empezaba a
descubrir un atractivo del que carecían las ardientes miradas de los hombres o
la pasión de un abrazo.
Se había sentido tentada por
lo prohibido y había acabado perdiendo todo lo que tenía.
Bienestar con el que su alma
se había adormecido.
El miedo es peor que el
castigo, porque éste es algo determinado y, por severo que sea, no se puede
comparar con el temor que despierta en nosotros lo incierto, una tensión
espantosa, que no conoce límite.
Los acusados sufren por la
carga que supone tener que fingir, por la amenaza de ser descubiertos, por la
necesidad de defender una mentira vulnerable en mil pequeños detalles, que a
ellos se les escapan.
En secreto deseaba lo que
hasta entonces más había temido: verse descubierta, que cayera sobre ella un
rayo liberador y la fulminara.
Cada vez que entregaba dinero
compraba una tarde sin preocupaciones, unas horas con los niños, un paseo.
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