¡Había creído que la pedía en matrimonio porque las noticias
eran buenas!
Ahora comprendía que debía casarse con ella. Sencillamente,
era incapaz de vivir solo aquellos últimos meses.
El torrente de sus miedos secretos
Sólo se casaba para situar un centinela entre su persona y
la presencia que acechaba en el umbral, guiándose por el mismo instinto ciego
que en otros tiempos había llevado a los hombres a ganar el favor de la muerte
prodigando el sacrificio de la vida. P
Experimentó el gran éxtasis que aportan la tranquilidad y la
gratitud.
Ella había obedecido al pie de la letra, ocupándose de que
estuviera siempre cómodo, ahorrándole toda fatiga e inquietud innecesarias,
ofreciéndole con sumo cuidado, sobre la alegre superficie de su vigilancia, las
flores del viaje despojadas de espinas. Las mismas cualidades que la habían
convertido en la amante perfecta —la capacidad de mantenerse en un segundo
plano, el don de la oportunidad, el arte de estar presente y hacerse visible
sólo cuando él lo requería— hacían de ella (tenía que reconocerlo) la esposa
perfecta para un
Él, el Paul Dorrance de mediana edad, buena salud y
vigoroso, nunca había tenido la intención de casarse con aquella mujer marchita
por la que no sentía nada más que un cariño de amigos desde hacía mucho tiempo.
El fantasma de la muerte, asomando entre los cálidos pliegues de su vida oculta
y protegida por densos cortinajes, lo había empujado a aquel matrimonio para
luego abandonarlo y dejarlo expiando su locura.
La compañera perfecta mientras estuvo solo y enfermo, un
estorbo involuntario ahora que había recuperado la vida de la que su instinto
la había mantenido apartada durante tanto tiempo
¿Por qué no se había fiado de ese instinto que le advertía
de que era la mujer adecuada para un paréntesis sentimental pero no para la
continuidad despiadada del matrimonio? Si incluso se veía en su cara. Tenía un
bonito perfil, sí, pero al rostro completo le faltaba algo.
Lo cierto es que no se muere sólo una vez
No hay comentarios.:
Publicar un comentario