A veces, sin embargo, un incidente de este tipo pone en movimiento una especie de psicología de grupo que permite la transmisión de los más elementales pensamientos. No es fácil permanecer fuera. No es fácil registrar una desavenencia. Al interrumpir el sueño, Tomoko había asumido sencillamente cuanto le transmitían los demás sin preocuparse por preguntar nada.
Le parecía que con la luz del día la verdad se mostraría en
su desnuda crudeza, y que, por primera vez, la tragedia se volvería real.
Un destello plateado resplandeció cerca de la costa. Los
peces saltaban y parecían ebrios de placer.
Era más capaz de lo que indicaban sus silenciosos modales.
El proceso por el cual lo imprevisto se desliza en la
conciencia del hombre es extraño y sutil.
En un sitio desconocido se había producido un accidente en
el cual no tenía nada que ver, pero que lo había aislado del mundo exterior.
Masaru no sabía cómo enfrentarse con su mujer. No estaba
seguro de que hubiera algo como «un encuentro natural». Ninguna de las
emociones que lo embargaban parecía encajar en algo semejante. Quizás lo
antinatural era, en efecto, natural.
Una muerte es siempre un problema desde el punto de vista
administrativo. Los trámites los obligaron a desarrollar una frenética
actividad. Y hasta podría decirse que Masaru en particular, como cabeza de la
familia, no tenía tiempo ni para el dolor.
Masaru y Tomoko estaban sumergidos de algún modo en todo
cuanto debía ser hecho. Tomoko no podía comprender cómo aquella pena
inconmensurable y aquella atención por todos los detalles podían coexistir.
También le resultaba sorprendente comer tanto sin saborear siquiera los
alimentos.
¿Cómo no ven quién ha sido realmente el afectado? Soy una
madre que acaba de perder a sus dos hijos.
Tomoko estaba profundamente insatisfecha. Se sentía como
alguien condenado a la oscuridad, alguien cuyos verdaderos méritos pasan
desapercibidos. Le parecía que tan tremendas desgracias deberían traer
aparejados especiales privilegios. Su principal insatisfacción era hacia sí
misma.
Sin saberlo, su desesperación se centraba en la pobreza con
que, en estos casos, se manifiestan las emociones humanas. ¿No era acaso
irracional que no hubiera otra cosa que hacer, excepto llorar, frente a la
muerte de tres personas como único medio de expresión y como si se tratara de
la muerte de un solo ser?
Masaru tendió más y más a retraerse frente al dolor de su
mujer. Un hombre tiene que trabajar. Podría distraerse en sus tareas. Mientras
tanto, Tomoko acunaba su pena, y Masaru tuvo que enfrentarse con esa monótona
tristeza al volver a su casa por las noches. Comenzó entonces a llegar cada vez
más tarde.
Se habían condicionado a la muerte y, como en el caso de
quienes se acostumbran a la depravación, comenzaron a pensar que la vida no
encerraba ya nada que pudiera inspirarles temor.
Había algo grotesco en lo excesivo. Sin embargo , ni una
catástrofe ni una guerra lo eran. Una muerte era siempre algo tan grave y
solemne como un millón de muertes. El leve exceso era lo diferente.
El proceso por el cual un hecho terrible se mezcla con la
vida cotidiana trajo aparejado para el matrimonio un nuevo tipo de temor
mezclado con vergüenza, como si ambos hubieran cometido un crimen que
finalmente iba a ser descubierto.
Había olvidado cuán halagador puede volverse un espejo. No
cabía duda de que la tozuda insistencia del dolor termina por apartarnos de tan
agradables consuelos.
Se dijo que aquella insatisfacción que la carcomía debía ser
sólo producto de la alegría y el bullicio que no hacían sino subrayar cuán
lejos del olvido se encontraba su dolor.
Del impreciso disgusto que le producía el no haber sido
tratada como corresponde a una mujer afligida por el luto.
Su búsqueda de
esparcimientos se volvió ligeramente demencial. Había algo vengativo en la
certeza de que tenía que divertirse.
Su espíritu seguía sumergido en la muerte.
No cabía duda de que
la búsqueda de diversiones se había convertido en la manera más segura de
remover el dolor de su corazón.
Frente a la máquina de coser olvidaba sus pesares.
Los recuerdos del estío reflejaron oscuras sombras sobre la
vida de los Ikuta.
Aun cuando no hubiera
alcanzado el verdadero olvido, algo cubría el dolor de Tomoko como una fina
capa de hielo sobre un lago. Podría
quebrarse ocasionalmente; pero, durante la noche, volvería a formarse de nuevo.
Una madre embarazada de su cuarto hijo, tiene, reflexionaba,
la obligación moral de resistirse a la morbosa complacencia del dolor. En
aquellos últimos meses, Tomoko había cambiado mucho.
Lógico es reconocer que el olvido estaba demostrando su
poder. Tomoko estaba sorprendida frente a la sencillez de su corazón.
Perdió la costumbre de recordar, y ya no le pareció extraño
carecer de lágrima
Aun cuando el olvido llegó para Masaru antes que para su
esposa, no había frialdad alguna en él. Masaru se había debatido dentro del más
profundo pesar. Aun en su inconstancia, un hombre es, en general, más
sentimental que una mujer. Incapaz de expresar su emoción y consciente del
hecho de que el dolor no lo perseguía con particular tenacidad, Masaru se
sintió de pronto muy solitario y se permitió una insignificante infidelidad.
Pronto se cansó de ella. Tomoko le anunció su embarazo y Masaru corrió hacia su
mujer como un niño en busca de su madre. El incidente los había dejado como los
náufragos de un buque. Pronto fueron capaces de verlo todo con los ojos con que
el resto de la gente lo había leído en un rincón de los diarios de la fecha.
Tomoko y Masaru hasta llegaron a dudar de su participación en el trágico
suceso. ¿No habían sido acaso sólo los espectadores más cercanos del caso?
Más que una ofensa, aquello se volvió una moraleja. Era la
transformación de un hecho concreto en una metáfora. Había dejado de ser
propiedad de la familia Ikuta. Era un hecho público.
«Hay que vigilar continuamente a los niños cuando se los
lleva a la playa. La gente se ahoga donde jamás hubiéramos podido suponerlo.»
Como para Masaru el episodio en sí no había ocurrido hasta
que se lo notificaron, aquella porción de césped sería siempre para él sólo un
sombreado rincón.
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