Alejandro Palomas; Un país con tu nombre
Me despierto con la ausencia renovada de Andrea.
Destellos, imágenes, escenas sueltas que a veces hieren y otras alivian.
Las casas que dejamos son ciudades de un mapa que, visto desde arriba, dibuja una silueta que resume al final de nuestro paso lo que hemos sido: a veces un ojo, otras un pulmón, una mano, un niño, una montaña o un planeta pequeño, redondo como una moneda. «Son las piezas de un puzle que, cuando ya no estemos, completará el paisaje de nuestra memoria.
Las casas y lo que dejamos bajo sus techos. El eco de las peleas, de los acuerdos, de las renuncias, las reconciliaciones, todas esas voces grabadas en las paredes, solapadas por las de los habitantes que llegan después. Las casas están construidas sobre frases, silencios y esperas, por eso los siglos no pueden con ellas. Están demasiado habitadas.
Son los momentos de las grandes muertes, esos impactos que marcan un gran antes y un después aún mayor y que nos dejan desnudos y nos obligan a mirarnos sin el filtro de lo aprendido, momentos en que, si cerramos los ojos, nos atrevemos a ver lo que somos: un país pequeño y asustado que busca su nombre, su contraseña, su entraña.
El paso del tiempo me había convencido de que a mi edad todo lo intenso, lo que la vida tiene de vida y de imprevisto, había sido vivido ya. El error fue mío y tendría que haberlo imaginado. «La vida no se relaja, no se relaja nunca, Jon. Se la juega y nos la juega hasta el final».
Vidas en las que no pasa nada, hasta que un día pasa todo. Los hombres de esta familia. Nosotros.
El futuro nos pasó por encima a todos. Aplastándonos de tal manera contra el tiempo.
Lo que no sospecha esta hija mía es que las mujeres oímos con los años y con la memoria, que el oído es lo de menos.
Enseguida me acordé de lo mucho que a Andrea le gustaban los días 21. «En el tarot el 21 es el arcano del mundo, la carta de quedarnos tranquilas en casa y esperar a que nos pasen cosas buenas»,
A mi edad, lo del pasar de las cosas solo lo entendemos las que todavía quedamos. Han pasado muchas cosas que no se han visto pasar y esas, las que transcurren en silencio, son las que hacen de la vida lo que es, pero eso no lo entienden quienes no han sobrevivido a los setenta. Ellos todavía creen que lo que pasa es lo que vemos. Creen que pasar es que te oigan y que si nadie te oye es que no pasaste. Y eso es justo lo que no.
Me reí y la imaginé riéndose conmigo. Qué extraño lo de la risa, lo poco que parece pesar cuando está y lo que perdura cuando ya no queda. Andrea decía que lo de encontrar a alguien con el mismo sentido del humor que una es casi un milagro. «No que te haga reír —aclaraba—. Que comparta tu sentido del humor, que te contagie y se contagie con tu parte cómica. Eso, si pasa, no tiene final, porque el humor siempre suma, siempre hace bien».
Se reía con el cuerpo entero, como si todo en ella se sacudiera a la vez y la risa la ocupara.
También yo creí que estaba a salvo de la vida, que había conseguido burlarla bajando la cabeza y fijando la vista en mi cable para evitar el paisaje que flotaba más abajo. Mi recompensa a un presente obediente era un futuro en la placidez: resbalar sobre los años que me quedaran hasta amerizar en la vejez y descansar de la vida que no había tenido.
Veo a un hombre ajeno a lo que estaba por ocurrir, incapaz de imaginar todo lo que la vida iba a darnos y quitarnos a los dos en estas últimas semanas. Entre el Jon que soy ahora y el que cruzaba el puente esa mañana han pasado menos de tres meses, y si tuviera que fundir esas dos imágenes en una para poder explicarla, lo único que podría decir es que Jon tiene dos historias, como los animales del zoo: la de antes de cruzar ese puente y la que hay desde que llegó a la otra orilla.
Y al llegar a la orilla contraria actuamos como siempre, sin sospechar que tenemos otra historia esperándonos y que la vida no es una sola, sino muchas en una. No sospechamos que a lo mejor los cruces que evitamos en su día no dejaron de estar porque los negáramos, sino que decidieron darnos una prórroga para que llegáramos a ellos con otra piel o con otro poso.
La edad no nos ayuda a descansar de la vida que no nos atrevimos a vivir, sino que la atrae como un imán. La vida siempre quiere más. Más vida.
Los animales te acercan a menudo a verdades de ti que no conocías, o que tenías olvidadas, y eso engancha, engancha mucho. Mer dice que a quien no le gustan los animales en realidad lo que no le gusta es la verdad. Creo que tiene razón.
Cariño enlatado
No supe de las mujeres que Philippe metía y sacaba de nuestra intimidad durante los años que estuvimos juntos, porque Violeta era pequeña y mamá no me habría perdonado haber vuelto a casa manchada de marido y sin su nieta.
Los vivos olvidamos pronto para poder sobrevivir.
Tengo la sensación de que cuando habla es más lo que no dice que lo que comparte. Hay un lecho subterráneo de rabia contra mí que ella cree que ha conseguido domesticar, pero que vibra entre líneas a todas horas. Ella, que no es tonta, se da cuenta y se enfada consigo misma por no haber sabido enterrarlo, y quien lo paga soy yo, porque a fin de cuentas su inconsciente me culpa a mí de su incapacidad.
«Edith, las hijas no dejan nunca de estar, aunque no estén».
Para mí, en cambio, es la garantía de que, pase lo que pase, mi rumbo no se pierde. Cuando dudo, cuando noto que algo duele o amenaza con doler, se activa el resorte y hay consuelo directo y también tranquilidad: «Sí, tengo pena, pero también tengo mi moto». Salir a rodar es como flotar. Está todo: la vibración del motor, el aire en contra, la potencia en la mano, lluvia, sol, viento, el silencio como un arco tenso lanzando flechas fuera, los bosques a los lados, gente que desaparece, los pulmones llenos de aire, las curvas suaves y el corazón que va calmándole el pulso al cerebro hasta que navegas sobre una esponja de silencio y la velocidad es lo único que hay, el presente continuo donde quisiera quedarme. La fantasía de no regresar.
Cuando le curo la vida, le construyo un futuro desde mí, con mis propias manos, creando un vínculo de salud entre nosotros que no puede compararse con nada.
Un día te conviertes en madre y de pronto tu vida es más porque en ella caben dos, hay espacio para dos y tú no lo sabías.
Una soledad habitada de cosas buenas que ya fueron y que seguirán vivas en la intimidad.
No puede haber mayor bendición para una madre que tener a una hija con un sueño propio.
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