lunes, 27 de junio de 2022

Rabih Alameddine, La mujer de papel


Rabih Alameddine, 
La mujer de papel

 

Tal vez leer y escribir libros sea una de las últimas defensas que le quedan a la dignidad humana, porque al final nos recuerdan lo que un día nos recordó Dios antes de desaparecer también Él en esta era de humillación implacable: que somos algo más que nosotros mismos, que tenemos alma. Y más… O tal vez no.

 

La gran desgracia de Don Quijote no es su imaginación, sino Sancho Panza.

 

Qué gran verdad. Nos acostamos con esperanza y despertamos con mentiras.

 

La literatura es mi caja de arena. En ella juego, construyo mis fuertes y castillos, me lo paso en grande.

 

Los comienzos están preñados de posibilidades.

 

Lo mejor que podía pasarle a nuestro matrimonio era que mi marido decidiera ponerle fin.

 

La muerte es la única posición estratégica desde donde se puede medir una vida.

 

De todos los placeres deliciosos que mi cuerpo ha empezado a negarme, el sueño es el más valioso, el don sagrado que más añoro. Del sueño profundo solo conservo el hollín. Duermo a trompicones, si es que duermo. Cuando hacía planes para mis últimos años, no contaba con pasarme las noches en mi dormitorio a oscuras, con los párpados entreabiertos, recostada en almohadas que no se pueden mullir, asistiendo al desfile de mis recuerdos.

 

La elección de nuestro primer libro, el libro que nos abre los ojos y despierta nuestra alma, es tan involuntaria como la de nuestro primer amor,

 

Los misterios del amor nacen en el alma, pero el cuerpo es el libro en que se leen.

 

Sin embargo, creer que las palabras pueden reflejar, y aun explicar, el misterio infinito del sexo es como creer que leyendo las oscuras notas de un papel se puede entender una partitura de Bach, o que estudiando composición o color se puede entender un autorretrato de Rembrandt. El sexo, como el arte, puede desconcertar el alma, puede triturar un corazón en un mortero. El sexo, como la literatura, puede hacer que otro se cuele en el interior de nuestros muros, aunque solo sea un momento, un breve instante antes de que volvamos a amurallarnos. ¿Quién puede explicar un poder tan aterrador?

 

Yeats dijo en una ocasión que la tragedia del sexo es la virginidad perpetua del alma.

 

He llegado a esa edad en que la vida es una serie de derrotas aceptadas; edad y derrota, hermanas de sangre fieles hasta el final.

 

En uno de sus libros, Helen Garner dice que todas las mujeres de más de sesenta años aprenden instintivamente a pasar por delante de un espejo sin mirarlo. ¿Para qué arriesgarse?, digo yo.

 

Nos separa un abismo de mundos incomunicables.

 

Nadie sabe cómo enfrentarse al carácter aleatorio del dolor.

 

Puedo identificarme con Marguerite Duras aunque no sea francesa ni me haya consumido el amor por un hombre asiático. Puedo ponerme en la piel de Alice Munro. Pero no me identifico con mi madre. Mi cuerpo está lleno de frases y momentos, mi corazón repleto de locuciones adorables, pero ni el uno ni el otro se dejan tocar por nadie.

 

Prometido que se pararía en mi puerta. ¿A quién traduzco, a Yourcenar o a Coetzee

 

Me gusta la cita de Mark Twain: «La historia no se repite, pero rima».

 

Ojalá en aquella época hubiera escuchado a Chéjov, o lo hubiera leído: «Si temes la soledad, no te cases».

 

En comparación con lo complejo que resulta entender el sufrimiento, leer a Foucault o Blanchot es como leer un libro infantil ilustrado.

 

Primavera, repetía en respuesta a mis preguntas, la estación del florecimiento enloquecido y de los principios hermosos.

 

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